Alquimia (Historia)

1. La tradición señala a Egipto como patria de la alquimia, cuyo padre pasa por ser Hermes Trismegisto. Zósimo de Tebas descubrió en el ácido sulfúrico un disolvente de los metales y liberó oxígeno del óxido rojo de mercurio. Se dice que el emperador romano Calí-gula ordenó emprender una serie de experimentos encaminados a obtener oro del oropimente (trisulfuro de arsénico). En tiempos de Diocleciano llegó a extenderse en el Imperio la pasión por estas actividades, unidas a las de las artes mágicas, a tal punto que, según se dice, el Emperador condenó a ser destruidas por el fuego todas las obras egipcias que trataran de la química del oro y la plata. Existen también obras antiquísimas de alquimistas orientales.
   
   En la antigua Arabia floreció una escuela de la llamada polifarmacia. Al parecer, los polifármacos árabes estuvieron ocupados largo tiempo en calcinar y hervir, disolver y precipitar, sublimar y coagular substancias químicas. Trabajaban con oro, mercurio, arsénico, azufre, sales y ácidos. Era general creencia que la mayoría de los metales estaban compuestos de mercurio y azufre, substancias que, junto con el arsénico, parece que ejercieron sobre ellos gran fascinación por sus cualidades poderosas y penetrantes. Los términos alcohol, álcali, bórax y elixir tuvieron su origen entre los alquimistas árabes. Los médicos árabes Avicena y Rhazes. (Razi) practicaron la alquimia.
   
   Ésta vino a España con los árabes y de España pasó a Europa, donde quedó envuelta en las sutilezas de la filosofía escolástica. En la Edad Media fue patrimonio casi exclusivo de los monjes. Las primeras obras auténticas de la alquimia europea que se conservan son las de Rogerio Bacón (1214-94) y Alberto Magno (1193-1280). Rogerio Bacón condenaba la magia, la nigromancia, los encantamientos y otras costumbres y prácticas supersticiosas del mismo jaez, pero creía en la convertibilidad de los metales viles en oro.
   
   Bacón copió de los árabes la teoría de que el oro potable, oro disuelto en ácido nitroclorhídrico o aqua regia, constituía el elixir de la vida.
   
   Alberto Magno dominó la química práctica de su tiempo. Sin perjuicio de aceptar la teoría del azufre y el mercurio, consideró el elemento agua como todavía más próximo a la esencia de la naturaleza que ninguno de esos cuerpos. Santo Tomás de Aquino, Raimundo Lulio y Basilio Valentino (Johann Thólde) contribuyeron también grandemente al progreso de la química, si bien dentro de la línea de la alquimia, al descubrir los usos del antimonio, la elaboración de las amalgamas y la separación del espíritu del vino.
   
   El más famoso de todos fue Paracelso, con quien puede decirse que culminó la alquimia propiamente dicha. Mantenía éste con Basilio Valentino que los elementos de los cuerpos compuestos eran la sal, el azufre y el mercurio que representaban respectivamente la tierra, el aire y el agua, mientras el fuego se consideraba un imponderable; pero estas substancias eran en su sistema puramente representativas. Todas las materias podían reducirse a una u otra de estas formas típicas; todo era sal, azufre o mercurio, o como los metales, una «mezcla» o combinación de esas substancias. Existía, sin embargo, un elemento común a los cuatro: un elemento desconocido y único verdadero, del que los cuatro principios genéricos no eran sino formas derivadas o concreciones, según el dogma —que Paracelso inculcaba— de que sólo existe una materia primaria real cuya naturaleza se ignora. Parece que estimó al efecto que este principio elemental de las cosas era el disolvente universal que los alquimistas andaban buscando y que él expresó con el término «alkahest». Una vez lograda esa quintaesencia o quinto elemento, se estaría en posesión al mismo tiempo de la piedra filosofal, la panacea universal y el disolvente irresistible. Se cita a menudo esta sentencia suya: Vita ignis, corpus lignum («La vida es fuego, el cuerpo, incombustible»).
   
   Después de Paracelso, los alquimistas europeos se dividieron en dos clases. En una militaban los hombres laboriosos y sensatos, dedicados al descubrimiento de nuevas combinaciones y reacciones, que combinaban el trabajo experimental con la observación de los hechos, precursores de la química positiva que en la era de Lavoisier adquiere categoría de ciencia. En la otra, los cultivadores del lado visionario y fantástico de la antigua alquimia, a la que llevaron a un grado de extravagancia desconocido hasta entonces. En lugar de obras útiles compilaron hojarasca mística en libros cuya paternidad atribuyeron a Hermes, Aristóteles, Alberto Magno, Paracelso y otros hombres auténticamente grandes. Su lenguaje constituye un fárrago de metáforas místicas. Hablan del «poder de la atracción», que arrastraba a todos —hombres y mujeres— tras su afortunado posesor; del «alkahest» o disolvente universal, y del gran «elixir», que había de conferir la juventud inmortal al estudioso que demostrara ser digno de besar y beber la dorada pócima.
   
   Esta escuela degenerada y estéril es responsable del concepto peyorativo que se tiene de la alquimia: concepto a todas luces injusto con los verdaderamente meritorios alquimistas que prepararon el camino de la genuina química moderna. Robert Boyle creía en la posibilidad de las transmutaciones alquímicas; Sir Isaac Newton buscó en sus primeros años la piedra filosofal; Goethe no ocultó sus simpatías hacia la idea.
   
   Los químicos decimonónicos creyeron haber demostrado la futilidad de todo esfuerzo por trocar un metal por otro. Pero tras los espectaculares resultados obtenidos por los físicos en la desintegración del átomo, la transmutación de los metales es actualmente un hecho de consecuencias mucho más importantes que la de fabricar el oro. De todas maneras es aún un procedimiento costosísimo porque requiere de altas cantidades de energía
   
   Para más información ver: alquimia.

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