Artículo enciclopédico: historia de la crítica literaria
Historia de la crítica literaria
La historia de la crítica literaria se remonta a la antigua Grecia, donde surgieron las primeras reflexiones sobre la literatura.
En el siglo V a.C., obras como Las Ranas de Aristófanes satirizaban estilos de dramaturgos como Esquilo y Eurípides.
Filósofos como Platón y Aristóteles sentaron las bases de la crítica, explorando la relación entre la poesía, la verdad y la moralidad, influyendo profundamente en el desarrollo del pensamiento literario posterior.
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En el siglo V a.C., obras como Las Ranas de Aristófanes satirizaban estilos de dramaturgos como Esquilo y Eurípides.
Filósofos como Platón y Aristóteles sentaron las bases de la crítica, explorando la relación entre la poesía, la verdad y la moralidad, influyendo profundamente en el desarrollo del pensamiento literario posterior.
- Grecia.
La crítica literaria escrita aparece ya durante el periodo clásico de la filosofía griega (siglo v a. de J.C.) con Las Ranas de Aristófanes, en que se ridiculizan ciertas características de los estilos de Esquilo y Eurípides. Platón consideró y apreció la poesía, pero en atención primordialmente a su influencia moral, sobre todo a su eficacia para mover al hombre a la comprensión de la verdad y del bien. La consideró, sin embargo, perniciosa en el sentido de que los poetas no persiguen la verdad, sino la ficción, que es, a lo sumo, una vaga sombra de la verdad. La Poética de Aristóteles, que al igual que la discusión de Platón, ha de considerarse a la luz de su sistema filosófico total, constituía un «tratado de la ciencia» poética y la primera obra especialmente dedicada a la crítica literaria. Durante siglos ha sido, quizá, la obra aislada que mayor influencia ha ejercido en el campo de la crítica.
Partiendo de las obras poéticas que conocía, Aristóteles procedió por inducción a descubrir cuánto había de común en dichas obras que las distinguiera de otras actividades humanas y de otras formas de composición elocutivas; pasó luego a establecer una distinción entre las diversas clases de poemas.
Finalmente trató de descubrir por inducción las características que cada clase de obras debe poseer para ser buena y dedicó especial atención en su Poética a la tragedia. En el sistema aristotélico, la poesía se consideraba distinta de otras formas literarias en que, siendo una de las artes bellas, no perseguía otra finalidad que la belleza; el signo de su belleza o bondad consistía en que procuraba cierta especie de deleite. Importante en la crítica aristotélica es el concepto de unidad de la obra, en que todas las partes han de dirigirse a la creación de un determinado efecto emotivo. La compasión y el horror son los sentimientos encargados de provocar tal efecto en la tragedia. Según la clase de emoción vinculada a ellos quedan igualmente definidos otros géneros poéticos. Según Aristóteles, obra buena es aquella en que todas las partes se combinan para producir la clase de emoción peculiar de su género y ello en su máximo grado.
Después de Aristóteles, la crítica griega tendió a limitarse a la crítica verbal (análisis del vocabulario del poeta como apropiado o no a la poesía) y al examen literal de las expresiones poéticas. Esta tendencia frívola y pedante de considerar las obras en un plano puramente verbal fue la señal visible de un cambio radical en la forma de discusión crítica. La poesía adquirió no la consideración de arte cuya finalidad fuese distinta de la de otros tipos de elocución, como la retórica, sino que fue considerada simplemente como una forma más de carácter literario. A los críticos-gramáticos que florecieron en los siglos ii y iii a. de J.C. en Bérgamo y Alejandría cabe responsabilizar, sobre todo, de tan pobre concepto de la poesía. En lo sucesivo, este punto de vista prevalecerá a través de los retóricos latinos hasta el Renacimiento y aun después.
En el gramático Dionisio de Halicarnaso (m. 7 a. de J.C. ) encuentra el más famoso exponente esta crítica interesada sólo en la forma externa. El más grande de los críticos griegos posteriores fue, sin embargo, Longino (213?-273?), cuyo tratado Sobre lo Sublime se distinguió por su delicadeza de percepción e intuición y por la belleza del estilo. La poesía elevada, según Longino, produce en el alma un irresistible «movimiento», engendrado por la sublimidad de pensamiento y expresión del poema. Esta sublimidad tiene su fuente en el genio del poeta moldeado en la lectura frecuente de los sublimes pasajes de los autores clásicos, que constituyen la piedra de toque por la que han de juzgarse los escritos ulteriores.
Roma.
La crítica latina ejerció una influencia mucho mayor y más duradera que la griega debido en parte a que, durante la Edad Media, la mayoría de los escritos griegos no estuvieron al alcance de los eruditos, que incluso ignoraron su existencia. La característica sobresaliente de la crítica latina es la adopción de un módulo «retórico» en sus juicios. El antiguo criterio de clasificar la poesía en razón de su medio más bien que en función de sus fines facilitaba semejante «acercamiento» entre la retórica y la poesía; si la poesía no era sino una forma más de expresión, las reglas aplicadas a otras modalidades de lenguaje eran también aplicables a la poesía. La retórica era entre los romanos la forma de elocución más conocida: la habilidad retórica mereció atención y lauros durante los últimos tiempos de la República y bajo el Imperio. Los críticos latinos mostraron creciente tendencia a clasificar las obras de arte en buenas o malas, no por su valor intrínseco, sino por la influencia más o menos grata producida en el auditorio; la reacción del público llegó a erigirse en norma de valoración crítica de las obras.
El primer gran crítico latino fue Cicerón, cuyos tratados sobre retórica fueron muy conocidos en la Edad Media y el Renacimiento. No distinguieron a Cicerón ni la originalidad ni la consistencia; pero la forma en que expuso sus ideas y las definiciones y normas que sentó en sus diversos tratados siguieron ejerciendo influencia sobre el lenguaje en que plantearon sus propios problemas los pensadores siguientes —retóricos, teólogos, filósofos y críticos— y afectaron por consiguiente a la forma en que los mismos entendieron tales problemas. Aplicó, por ejemplo, a la literatura la distinción retórica entre el tema y su exposición (res y verba), distinción que, aplicada a la poesía, desviaba la atención de la obra poética en su conjunto, pero que aceptaron generalmente los críticos posteriores. La influencia de Cicerón, directa o indirecta, fue considerable. Grande también fue la de Horacio, cuya Arte Poética constituyó el tratado de poesía más conocido hasta el descubrimiento de la Poética de Aristóteles. Según Horacio, la finalidad de la poesía era «instruir o deleitar», de aquí que en su mayor parte el Arte Poética sea una serie de consejos dados al poeta sobre lo que debe hacer y lo que ha de evitar para lograr instruir y deleitar al público. Quintiliano, tercero en importancia entre los críticos latinos, dedicó toda su atención al arte de la retórica en su Institutio oratoria, detallada obra sobre la preparación del orador o retórico.
Edad Media y Renacimiento.
Durante la Edad Media sustituyeron a la verdadera crítica algunos tratados sobre retórica y textos escolares sobre métrica y prosodia. De vulgari eloquentia de Dante, en la que preconiza como medio apropiado de expresión literaria la lengua «vulgar» o italiano en sustitución del latín, a la vez que sienta reglas de composición poética en italiano, constituye un a modo de puente entre la crítica medieval y la renacentista.
Con el Renacimiento y el desarrollo de las literaturas vernáculas hizo su reaparición la crítica como actividad literaria distinta a la retórica. Las primeras obras críticas del Renacimiento fueron, como era de suponer, italianas, como De arte poética (1520) de Marco Girolamo Vida, poema didáctico sobre la poesía épica que sigue la influencia de Virgilio y los preceptos de Horacio. La Poética de Aristóteles no ejerció clara influencia hasta su publicación con comentarios por Francesco Robortello en 1548. La interpretación que éste nos brinda de Aristóteles aparece, sin embargo, basada en la tradición de los críticos latinos y medievales, lo que se traduce en serios errores de apreciación y tergiversaciones de la teoría crítica aristotélica. Los mismos errores fueron compartidos por sus sucesores, con lo que resultó que Aristóteles se vio frecuentemente citado para justificar los excesos del clasicismo. En 1561 aparece Poetices libri septem, de Julio César Escalígero, tenida generalmente por la más representativa de la escuela clásica. En ella se acusa la principal característica de tal escuela: un intento de sentar reglas exactas de composición para los diversos géneros poéticos, justificándolas con los autores clásicos, principalmente Aristóteles.
Estos críticos no siguieron, sin embargo, el sistema crítico de Aristóteles ni vacilaron en disentir de él sobre puntos decisivos, siempre que conviniera a la solución de sus propios problemas críticos. Uno de los más graves problemas planteados a la crítica renacentista era justificar ante la Iglesia y los neoplatónicos la existencia de la poesía, que para los críticos de aquel periodo significaba algo muy similar a la ficción. Los defensores de la poesía, interpretando mal a Horacio, la justificaban con el argumento de que instruía agradando, ya que su finalidad consistía en enseñar y deleitar. Así afirmaba Escalígero que la finalidad de la poesía era la instrucción acompañada del deleite. La Literatura, incluso la poesía (que Escalígero definía simplemente como una forma de composición métrica), fue considerada fundamentalmente como una modalidad literaria cuyo fin general consistía en la persuasión más que en la comprensión de artes distintas: puesto que las palabras eran la representación de las cosas, las obras habían de juzgarse por la clase de cosas representadas. El famoso dogma de las tres unidades (tiempo, lugar, acción), formulado por Lodovico Castelvetro, señaló en cierto modo la culminación de la tendencia retórica a establecer cánones poéticos en función del auditorio.
Para Castelvetro, este auditorio estaba constituido por el populacho, «la plebe ignara», a la que ante todo había que agradar más bien que instruir. Se suponía que semejante auditorio poseía una imaginación limitada y sólo podía ser complacido con lo verosímil, lo que pudiera comprobar su propia experiencia. Por tanto, las unidades de lugar y tiempo eran necesarias, pues tal auditorio, limitado a la evidencia de los sentidos, no podría considerar verosímil una acción que, abarcando varios días y desarrollándose en distintos lugares, se comprimía hasta ser representada en un solo teatro y en unas pocas horas; la unidad de acción era consecuencia de la unidad de lugar y tiempo y contribuía a la sencillez y, por tanto, a la estética de la obra. Opinaba Castelvetro que la poesía se diferenciaba de las demás manifestaciones literarias más por el asunto que por su forma métrica: «El verso no distingue a la poesía, sino que la viste y la adorna». Como puede advertirse, no eran escasas ni insignificantes las diferencias que dividían a los clásicos, pero las reglas de composición que sentaron, muy semejantes a las que estipulara Horacio, tendían a ser parecidas: la influencia ejercida por sus normas fue considerable tanto sobre sus sucesores como sobre sus contemporáneos.
España, Francia e Inglaterra.
El interés por la teoría literaria aparece bien temprano en España, como lo demuestran los trabajos del Marqués de Villena (Arte de trobar), Marqués de Santillana (Carta-proemio al condestable de Portugal) y Juan de Mena (Arte de poesía castellana), todos ellos del siglo xv e inspirados ya de cerca en el clasicismo antiguo que habrá de señorear las letras renacentistas. Santillana define la poesía como «fingimiento de cosas útiles cubiertas o veladas con muy fermosa cobertura». Por la misma sencillez aboga en el siguiente siglo Juan de Valdés (Diálogo de la lengua), que defiende ante todo la naturalidad de expresión. Esta crítica valora, pues, ante todo el mensaje poético, que sólo para mayor eficacia se rodea de bellas palabras.
El principio fundamental de Valdés es el predominio de la razón sobre la inventiva: «Si yo hubiese de escoger, más querría con mediano ingenio buen juicio que con razonable juicio buen ingenio». Pero el estilo tiende a alambicarse y empiezan a reñirse las grandes batallas estéticas del conceptismo y el culteranismo (siglo xvii), el primero en la ponderación y desnudez del concepto y el segundo en el rebuscamiento y exuberancia de la forma. Ambos responden a la misma tendencia a escapar del rigor de los cánones clásicos como fruto que son de la misma reacción barroca. Como defensor del conceptismo se halla con talla de atleta Baltasar Gracián, esgrimiendo su Arte de ingenio, que luego refundiera y volviera a titular Agudeza y arte de ingenio, verdadero tratado de preceptiva literaria. Sus consignas son el párrafo breve, la frase aguda y el vocablo exacto, todo lo cual resume en una frase que, en sí misma, constituye un ejemplo de expresión conceptista: Lo bueno, si breve, dos veces bueno.
La batalla envuelve a multitud de ingenios que se alinean en uno u otro de los bandos en liza. Así Pedro de Valencia, Juan de Jáuregui (Antídoto) y Manuel de Faria atacan furiosamente las nuevas modas; mientras que Pedro Díaz (Discursos apologéticos), Salcedo Coronel y José Pellicer (Lecciones solemnes) toman con no menor ardor su defensa. En el siglo xviii, aplacados los ecos de tan reñida disputa, descuellan en la prosa crítica Gregorio de Mayans, verdadero iniciador del cervantismo, y José Gómez de Hermosilla (Arte de hablar en prosa y verso), que ejerce una verdadera dictadura en el mundo de las letras neoclásicas con sus inflexibles preceptos.
La crítica literaria no apareció en Francia hasta la segunda mitad del siglo xvi.
Como en Italia, surgió de la tradición retórica, pero algunos críticos, como Thomas Sébillent en su L’art poétique françoys (1548), acusaban también la influencia de los clásicos italianos. Los grandes críticos del Renacimiento francés pertenecieron al grupo de poetas conocido por «la Pléiade», que, al igual que Dante, propugnaba el empleo de la lengua propia como más adecuado para la expresión literaria y sentó reglas de elocución en lengua vernácula. Las obras críticas más importantes de este grupo comprenden: Défense et illustration de la langue française (1549) de Joachim du Bellay, Abrégé de l’art poétique français (1561) de Pierre de Ronsard y sus prefacios de la Franciade, y L’art poétique (1605) de Vauquelin de la Fresnaye. Du Bellay, aunque compartía la idea de que la poesía era una forma literaria, rompía los cánones tradicionales de apreciación, que, teniendo por ley principal la elegancia y elocuencia del lenguaje, prescindían de la índole y preferencias del público.
La crítica formal no aparece en Inglaterra hasta el último cuarto del siglo xvi. Obras como Certayn notes of instruction (1575), de George Gascoigne, y Reulis and Cautelis, del rey Jacobo VI, no pueden considerarse sino como tratados técnicos de, poesía inglesa y escocesa respectivamente. La primera obra de crítica general fue Apologie for poetrie, de Sir Philip Sidney, escrita hacia 1583 y publicada en 1595. Se trata de una apología de la poesía en respuesta a la acusación de inmoralidad formulada contra ella. Siendo ésta su preocupación, no es de sorprender que, para Sidney, la poesía equivaliese esencialmente a ficción y que su finalidad fuera la de «instruir y deleitar». La actitud crítica de Sidney había de definirse más tarde en su censura de la literatura inglesa coetánea, que, a su modo de ver, no se había ajustado lo bastante a las reglas clásicas de composición.
La controversia crítica más importante del último cuarto del siglo xvi giró en tomo a la cuestión técnica de la métrica clásica frente a la versificación rimada de la poesía inglesa. En ella intervinieron William Web-be, Gabriel Harvey y Thomas Campion, defensores de la métrica clásica, y Samuel Daniels, contrario a ella. Doblado el siglo, la atención de los escritores se desvió hacia problemas críticos de mayor enjundia; son testimonios de ello la discusión poética de Francis Bacon en su obra Advancement of learning (1605) y las varias observaciones críticas de Ben Johnson, reveladoras de una fuerte tendencia hacia el clasicismo, matizada por un no menos fuerte sentido común. En la medida en que existió, la crítica inglesa de este periodo tendía hacia el clasicismo, pero, afortunadamente, la Literatura inglesa no estaba todavía subordinada a la crítica clasicista.
En Francia, en cambio, el clasicismo estableció una dictadura férrea durante todo el siglo xvii. Pierre de Laudun atacó las tres «unidades» en su L’art poétique (1598) y Alexandre Hardy y François Ogier escribieron prefacios defendiendo formas dramáticas más libres; pero el advenimiento de François de Malherbe puso fin a esos movimientos de rebeldía contra los dogmas clásicos. No se explica bien la influencia de Malherbe, ya que su crítica se redujo principalmente a notas marginales, extremadamente breves, insertadas, en comentarios sobre otros autores. No por ello resultó menos poderosa, insistiendo siempre como lo hizo en la adhesión, a las normas establecidas. Mayor influencia ejercieron aún el cardenal Richelieu y la recién constituida Academia Francesa, que conjuntamente provocaron la censura de Le Cid, de Corneille, por violación de las reglas clásicas, en la obra de Chapelain Sentiments de l’Académie sur... le Cid (1637), documento que sentó definitivamente las características del drama clásico francés. Igualmente rígidas fueron la reglas trazadas para la época por Pierre Mambrun y René le Bossu. René Rapin y Nicolas Boileau-Despréaux acusaron la influencia de Longino, cuya obra De sublimitate fue traducida por Boileau en 1674. Por otra parte, la obra de Boileau siguió las tradiciones clásicas; su famosa L'art poétique (1674) es quizá el documento más característicamente representativo de la crítica clásica francesa, con su estudio de los diversos géneros poéticos y su insistencia en la fidelidad a la naturaleza, mejor lograda cuanto mejor imitada de los modelos clásicos.
En Inglaterra, la crítica no llegó a constituir una rama importante de la literatura hasta poco después de la Restauración, en que los ensayos y prefacios de John Dryden despertaron, al parecer, cierto interés por esta forma literaria. Dryden aparece fuertemente influido por el clasicismo; sus obras críticas (particularmente Essay of Dramatic Poesy, 1668) contribuyeron probablemente a introducir la tradición clásica en Inglaterra. Influyeron también en esta aceptación de la doctrina clásica las muchas traducciones de obras críticas francesas publicadas en Inglaterra entre 1660 y 1700. El clasicismo inglés de esta época encuentra su ápice en los escritos críticos de Thomas Rymer sobre la tragedia, en que llegó a condenar a Shakespeare por no haberse atenido a los cánones establecidos.
El clasicismo en su forma tradicional tuvo, sin embargo, una vida efímera en Inglaterra. A partir de 1700 la crítica pareció tomar otro rumbo. La crítica renacentista se había empeñado principalmente en el problema de relacionar la naturaleza de la poesía en general (concebida como forma literaria destinada a instruir deleitando) con sus manifestaciones en poemas particulares, por medio de la discusión de los géneros admitidos y la forma de composición peculiar de cada uno de ellos.
Pero después de 1700, aunque se siguió considerando la poesía como una forma más de elocución, los críticos se interesaron menos en el estudio de cada género poético y trataron más de descubrir las cualidades de la poesía misma, la estructura íntima común a todos los géneros. La primera fase de este cambio se manifiesta en el interés de los críticos del siglo xviii por estudiar el origen de los principios naturales en que se pretendía basar las reglas del arte.
Según la tradición clásica, un escritor, para descubrir los cánones artísticos, podía acudir directamente a la naturaleza o bien a los grandes poetas y críticos (Virgilio, Horacio, Aristóteles) que habían comprendido, empleado y expuesto en sus obras tales principios. En el siglo xviii, sin embargo, empezó a ponerse en tela de juicio la autoridad de la crítica y a discutirse su cuerpo de normas y cánones; los críticos comenzaron a acudir directamente a la naturaleza y a buscar la justificación de las reglas del arte en varias supuestas cualidades de la naturaleza o del ser humano. Buena parte de la crítica que se escribió durante este periodo alude a las características generales del asunto y, principalmente, a la forma en que los asuntos son susceptibles de despertar emociones: se escribieron tratados definiendo y clasificando los asuntos como «sublimes», «pintorescos», «cómicos», etc. Muy larga sería la lista de cuantos colaboraron por esta época en el terreno de la crítica, pues apenas hubo autor, erudito o filósofo que no se sintiera también crítico. Entre los más destacados son dignos de mención Addison, Pope, Hume, Hogarth, Thomas y Joseph Warton, Burke y Reynolds. Quizá el más grande fuera Samuel Johnson, cuya obra demostró claramente la tendencia a impugnar el clasicismo estricto y a recurrir, por contra, a la naturaleza. Johnson entendía por naturaleza las reacciones naturales, instintivamente emotivas del hombre y sostenía que todo dogma crítico había de someterse a esta prueba empírica para la determinación de su validez. En Francia compartían este punto de vista Jean Baptiste Dubos, Diderot y los enciclopedistas. En Alemania seguía idéntica trayectoria el gran Lessing.
Romanticismo.
El advenimiento del Romanticismo significó una segunda fase en este cambio de dirección que sufre la crítica, fase en la que se trata de buscar el origen de los principios críticos no en las reacciones emocionales del auditorio, sino en las supuestas raíces de la poesía en las facultades y operaciones de la mente; la crítica se dedicó en consecuencia a estudiar la naturaleza del poeta y los fundamentos morales psicológicos de la poesía.
Los grandes críticos ingleses del siglo xix, Wordsworth, Coleridge y Matthew Arnold, compartieron todos esta preocupación fundamental por el poeta y su idiosincrasia. Francia acusó también esta tendencia, pero los críticos franceses se preocuparon menos en inquirir sobre la psicología del poeta que en estudiar las influencias históricas, geográficas y sociales que sobre él pesaron. Los primeros en introducir tal preocupación crítica en Francia fueron Mme. de Staël y Chateaubriand. Esta crítica, basada en las influencias exteriores del poeta, recibió ulterior impulso de críticos tales como Victor Cousin, A. F. Villemain, C. A. Sainte-Beuve y H. A. Taine, sistematizador de la tendencia. En este periodo sobresalen en España el crítico-erudito José Amador de los Ríos, autor de una monumental Historia crítica de la literatura española, y, sobre todo, Manuel Milá y Fontanals, crítico y maestro de críticos, que escribió De la poesía heroicopopular en España y goza todavía de gran autoridad en nuestros días.
Siglo XX
En las décadas tercera y cuarta del siglo xx se inicia una tercera fase en la tendencia que persigue una mayor comprensión de la estructura íntima de la poesía. Los críticos ingleses y norteamericanos trataron de hallar en la poesía y el lenguaje poético el simbolismo de una realidad subyacente en la experiencia del escritor o el lector.
La poesía no es otra cosa sino una forma especial del lenguaje empleada para expresar formas especiales de pensamiento inexpresables por otros medios artísticos. La llamada «nueva crítica» de las décadas 20, 30 y 40 del siglo XX se esforzó por tanto en revelar a los lectores de poesía ese especial lenguaje simbólico en forma que pudieran captar el sentido profundo y sutil que guarda en sus entrañas la «buena» poesía.
Dos eran los modos entre los que habían de escoger los críticos de esta escuela para llevar a cabo su cometido. Algunos críticos como T. S. Eliot, I. A. Richards, William Empson, Wilson Knight, John Crowe Ransom, R. P. Blackmur, Alien Tate, Cleanth Brooks y Robert Penn Warren, siguieron considerando la poesía como una forma de expresión verbal y atendieron, por ende, a explicar la naturaleza de este especial lenguaje y demostrar, a la vez, que con él se podían expresar verdades y descubrir valores inasequibles a los modos de expresión ordinarios.
Otros, como Kenneth Burke, Edmund Wilson, Lionel Trilling, Richard Chase y Francis Fergusson, trataron de descubrir en la poesía sentidos simbólicos no explícitos en las palabras del poema, creyendo como creían que el verdadero sentido de un poema nunca aflora a la superficie, sino que se encuentra en su apelación a lo primitivo, lo arquetípico, lo inconsciente de la naturaleza humana. La verdadera labor del crítico consiste, por tanto, en poner de manifiesto ese significado del que el poeta mismo pudiera aparecer inconsciente. Ayudado por la antropología cultural y el psicoanálisis, el crítico ha de esforzarse en descubrir el «mito» u otra apelación al sustrato emocional del lector, en que según él reside el significado real del poema, por mucho que difiera de los fines conscientes del poeta.
El enfoque crítico de los gramáticos alejandrinos encontraba así continuación al cabo de 23 siglos. Sólo un crítico importante, Benedetto Croce, permaneció al margen, en pleno siglo xx, de la tendencia crítica en que la poesía se consideraba simplemente como una forma más de composición literaria. Para Croce, como para Aristóteles, la poesía figura entre las bellas artes y aparece perfectamente diferenciada de las otras formas literarias. El criterio en que justifica esta clasificación no se basa en el fin, sin embargo, sino en la índole de «intuiciones líricas» que atribuye con carácter común a las bellas artes.
La crítica y erudición modernas encuentran en España su máxima representación en Marcelino Menéndez Pelayo (Historia de las ideas estéticas), verdadero creador de nuestra historia literaria, que atribuyó al arte sobre todo una misión moralizadora y formativa inspirada en los principios tradicionales. En el campo de la investigación literaria se desenvuelven también relevantes autores como Ramón Menéndez Pidal, Dámaso Alonso, Américo Castro, Francisco Rodríguez Marín, Adolfo Bonilla y San Martín, Narciso Alonso Cortés y Julio Cejador. Como críticos merecen citarse igualmente Andrenio, Gabriel Alomar, Manuel Bueno, Julio Casares y Eugenio D’Ors, entre otros muchos.
Para más información ver: crítica (arte y literatura).
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Preguntas de los visitantes
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Obras literaria más representativas
Nombre: Sofía - Fecha: 19/05/2023
¡Hola! Me pregunto cuáles son las obras literarias más representativas de la historia. ¿Pueden recomendarme algunas para leer y ampliar mis conocimientos en este hermoso campo? Gracias.
RespuestaLa literatura es un campo muy amplio y diverso, por lo que resulta difícil determinar cuál es la obra literaria más representativa. Sin embargo, hay algunas obras que han sido ampliamente reconocidas y consideradas como clásicos universales. Algunas de estas obras son:
- Don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes
- La Divina Comedia, de Dante Alighieri
- Hamlet, de William Shakespeare
- Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez
- Guerra y paz, de León Tolstói
- Moby Dick, de Herman Melville
- En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust
- El Ulises, de James Joyce
Estas son solo algunas de las obras más representativas de la literatura universal, pero hay muchas otras que también son importantes y que han dejado su huella en la historia de la literatura.
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