El análisis exhaustivo del Cantar de Mio Cid revela la riqueza y complejidad de esta obra maestra de la literatura española.
A primera vista, sugiere una unidad temática y una inspiración nacional, pero un examen más profundo desvela un carácter local notable.
Las descripciones detalladas de lugares como San Esteban de Gormaz y Medinaceli evidencian un profundo apego a estas tierras, lo que enriquece la narrativa y la conexión con la historia del Cid.
análisis exhaustivo del cantar del mio cid
Dos poetas DEL CANTAR DE MIO CID
La primera impresión que produce la lectura de este poema es la de su perfecta unidad de plan y la de su inspiración altamente nacional. Sin embargo, un atento examen ha podido descubrir en él cierto carácter local muy bien definido. Hay en él dos regiones descritas con detalles de toponimia mayor y menor, reveladores de afección muy singular a la tierra, y son la de San Esteban de Gormaz y la de Medinaceli, dos villas, municipios, de la actual provincia de Soria. En una línea de 20 kilómetros se nombran diez lugares y lugarejos en las cercanías de San Esteban, varios de ellos hoy desconocidos. En las cercanías de Medinaceli se nombran cinco lugares y tres de ellos son campos y montes deshabitados. De ninguna otra región de España más importante, sea Burgos, Valencia o Toledo, describe el poema pormenor ninguno de lugares vecinos. Los hechos del Cid aparecen en el Cantar frecuentemente vistos desde San Esteban de Gormaz, unos; y desde Medinaceli, otros. Nos sentimos obligados a distinguir dos poetas.
El poeta de San Esteban enumera, con más detalle y más amor, las cercancías de su villa, hasta el punto que en la rápida descripción de un viaje, contrariando su habitual sobriedad narrativa, refiere de pasada una leyenda local referente a una Elfa o sílfide encerrada en una cueva. Y aún lo más notable es que recuerda con toda exactitud la situación de aquella tierra hacia el año 1081, pues sabe que, cuando el Cid sale desterrado, la frontera con los moros estaba en la Sierra de Miedes, y nos dice que los moros del río Henares, esto es, los del reino moro de Toledo, estaban pacificados con Alfonso VI, el cual se daría por ofendido al verlos atacados por el Cid (verso 527, 538), mientras que los moros del cercano río Jalón, esto es, los del reino moro de Zaragoza, podían ser guerreados sin consideración ninguna, todo lo cual era efectivamente cierto. Pocos años después, con la reconquista de Toledo, en 1086, ese estado de cosas había cambiado, pues la frontera en vez de estar en la Sierra de Miedes, estaba muy mucho más al sur, y sin embargo el poeta, aunque escribe después de muerto el Cid, recordaba bien la situación antigua de moros y cristianos.
Por el contrario el poeta de Medinaceli se muestra poco enraizado en su terruño. Lo que más nos sorprende es que recuerda muy mal la historia de aquellas regiones, pues cree, muy erradamente, que en la vida del Cid poseía Alfonso VI la ciudad de Medinaceli y que allí estaba la frontera del reino cristiano; cuando en realidad Alfonso VI sólo poseyó Medina después de muerto el Cid, y sólo durante cuatro años, 1104-1108. Medina no fue reconquistada sino hacia 1124.
Esto nos induce a pensar, y luego lo veremos confirmado, que hubo un poeta de San Esteban muy antiguo, buen conocedor de los tiempos pasados, el cual poetizaba muy cerca de la realidad histórica; y hubo un poeta de Medina, más tardío, muy extraño a los hechos acaecidos, y que por eso poetizaba más libremente. En el análisis del poema se notan algunos aciertos extraordinarios de veracidad, aciertos que son natural fruto de la coetaneidad (en suma verismo épico; poeta de San Esteban), en contraste chillón con grandes disparates históricos, cometidos en beneficio del mayor interés y animación del relato (en suma, novelación libre; poeta de Medinaceli).
Casos de verismo y casos de novelización
El Cantar nos dice que, cuando las hijas del Cid quedan abandonadas por los de Carrión en el robledo de Corpes, las acoge en San Esteban un Diego Téllez de Alvar Fáñez, a quien sólo se le nombra en el verso 2814; este personaje no toma parte en la acción del Cantar, ni vuelve a ser nombrado jamás, ni siquiera cuando los vecinos de San Esteban hospedan y obsequian y despiden a las maltratadas esposas, episodio que ocupa 60 versos nada menos. Tan insignificante para la acción poética es el tal Diego Téllez, que la refundición del poema en el siglo xiii lo sustituye, con ventaja novelesca, por «un labrador» anónimo que hospeda a las abandonadas esposas. Indudablemente Diego Téllez es un resto de veracidad involuntaria, propia de un relato coetáneo o casi; el poeta de Gormaz, al parecer, nombra este personaje como fácilmente identificable por los oyentes, pero hoy nosotros sólo por un raro diploma del año 1086 averiguamos que existió Diego Téllez señor de Sepúlveda (dominas Septem publica), villa en cuya repoblación del año 1076 interviene muy principalmente Alvar Fáñez.
En contraste con ese Diego Téllez, tan insignificante y de tan recóndita veracidad histórica, nos encontramos un personaje de alto relieve histórico, como Alvar Fáñez, tratado en modo abiertamente contrario a lo que la historia nos dice. Alvar Fáñez pudo acompañar a su tío el Cid en los primeros tiempos del destierro, pero desde 1085 en adelante sabemos que estuvo al servicio de Alfonso VI, desempeñando siempre principal papel en los sucesos, mientras el poema lo presenta siempre al lado del Cid, como el segundo actor en toda la acción del poema. Esta notable novelización tenemos que achacarla al poeta de Medinaceli.
Debemos ahora extendernos a una consideración general sobre el núcleo dramático del Cantar, el matrimonio de las hijas del Cid. De los segundos matrimonios, los altos y felices, de los cuales existía muy noble descendencia, el poema no sabe casi nada; no da el nombre de los maridos, los designa vagamente, los infantes de Navarra e de Aragón, 3420, acertando en uno y disparatando en otro; esto no puede hacerlo un poeta casi coetáneo y debemos atribuirlo al poeta de Medinaceli. En notabilísimo contraste con esa tan enorme ignorancia, los primeros matrimonios, los fracasados, los estériles, son ampliamente reseñados; el Cantar nos dice acertadamente los nombres de los novios y de sus parientes, familia no descrita por las crónicas latinas y sólo reconstruible hoy mediante erudito y penoso estudio de cientos de documentos; el conocimiento de estos personajes pertenece sin duda al poeta de San Esteban de Gormaz. Él nos da el nombre real de los dos novios, Diego, Fernando y de seis personas más; nombra a su padre el conde Gonzalo Ansúrez y a su tío el conde Pedro Ansúrez; sabe que esta familia era conocida con el nombre de los Vani-Gómez, 3443, nombre no usado por los cronistas latinos, pero muy empleado por los historiadores árabes, los Beni-Gómez ’hijos de Gómez’ descendientes de un famoso Gómez Díaz, conde de Saldaña, en el siglo x. También al poeta de San Esteban de Gormaz tenemos que atribuir el saber que estos Vani-Gómez eran íntimos aliados de García Ordóñez, conde de Nájera, personaje de la mayor confianza de Alfonso VI, y aliado también de Alvar Díaz de Oca, cuñado de García Ordóñez; esta alianza está afirmada por la Historia Roderici, como luego diremos, aunque sin nombrar más que a García Ordóñez, dejando anónimos a los otros siete personajes que el Cantar conoce bien.
Estos ocho enemigos del Cid se enfrentan, en el Cantar, en la disputa sobre el matrimonio de las hijas del héroe, con otros tantos de la mesnada del Cid, cuyos nombres la biografía latina, la Historia Roderici, no emplea nunca, y que hoy sabemos (salvo de dos de ellos) ser exactos, mediante el estudio de abundantes documentos: Alvar Fáñez y Alvar Álvarez, sobrinos del Cid, Muño Gustioz, cuñado de Jimena, etc. El más notable de todos es Galind Garciaz, el bueno de Aragón, de quien los documentos nos dicen que era señor de Ligüerre; sin duda representa en el Cantar a los cuarenta caballeros aragoneses que el rey de Aragón Sancho Ramírez envió al Cid, en 1091, para que reforzasen la guarnición de Valencia aposentada en la Alcudia, arrabal de la gran ciudad, y la exactitud del recuerdo poético se manifiesta en los versos 1999-2000 en los que el Cid, cuando se ausenta de Valencia para ir a las vistas con Alfonso, encarga la guarda de la ciudad al castellano Álvar Salvadórez e a Galind Garciaz el de Aragón, detalle que concuerda con la historia árabe de Valencia, escrita por Ben Alcama, la cual nos informa que el Cid, para ir a Zaragoza a fines del año 1091, dejó encomendada la custodia de Valencia a sus administradores castellanos y a los cuarenta caballeros aragoneses que residían en la Alcudia. Verismo sorprendente, que es preciso atribuir al poeta de Gormaz.
Todos esos nombres de amigos y enemigos del héroe no es posible que nadie los retuviese en su memoria cuarenta o cincuenta años después de muerto el protagonista, cuando esos nombres no interesaban ni siquiera al autor de la Historia Roderici escrita inmediatamente después de la muerte del biografiado. ¿Quién hoy, a pesar de tanta historia impresa como se lee, recuerda veinte nombres de personas actuantes en un suceso particular de hace medio siglo?
Ahora bien; el poeta de Gormaz, poeta de coetaneidad que recuerda exactamente tantas personas de los dos bandos, detalle muy amplio, pero muy accidental, no puede ser el que falsee totalmente lo esencial, esto es, lo que obran los del uno y el otro bando. Tenemos que atribuir al poeta de Medinaceli, que habla a generaciones no coetáneas, el atribuir a los infantes de Carrión un divorcio con despojo y sangriento atropello de sus mujeres, y el suponer que los del Cid vencen en duelo a los de Carrión, dejándolos por malos y traidores. Cualquier coetáneo sabía que esto era mentira evidente. El divorcio era un caso de enemistad y de desafío con los parientes de la mujer, y el vencido en duelo quedaba expulsado de la vida civil, y su casa era arrasada hasta los cimientos; lo mismo que los coetáneos, hoy nosotros sabemos que esto no sucedió, pues los infantes de Garrión siguieron honrados en la corte de Alfonso VI, en todos los años desde 1090 a 1105, es decir durante los últimos tiempos de la vida del Cid y seis años después. El poeta de Medinaceli noveliza con entero desenfado, porque no habla a gentes sabedoras de lo ocurrido.
Mas a pesar de todo esto, el poeta de Gormaz que conoce a la perfección los dos bandos enemigos, al decirnos que Diego Téllez socorrió a las hijas del Cid, nos certifica que las hijas fueron realmente abandonadas en tierras de San Esteban. ¿Cómo se compagina esto con el hecho indudable de que los infantes de Carrión no incurrieran en nota de traición? La solución de este enigma la da otro rasgo verista que hallamos olvidado en el Cantar. Cuando el rey propone el casamiento, el Cid se excusa, diciendo que sus hijas son de días pequeñas y no son de casar (u. 2083); por lo tanto en la mente del poeta de Gormaz está el que no se celebra entonces un matrimonio, sino unos esponsales. Ahora bien el abandono de la esposa no era caso de enemistad ni de reto, sino que se satisfacía sencillamente con el pago de una indemnización.
El poeta de Gormaz, casi coetáneo
Los hechos históricos pudieron ocurrir del modo siguiente: En 1089 el rey moro Alcadir, de Valencia, era tributario del Cid y éste, en gracia y al servicio del rey Alfonso, residía en el arrabal de la gran ciudad, llamado la Alcudia, siendo verdadero señor y dueño de todo cuanto en Valencia existía y se hacía, según informa la historia de esa ciudad escrita por Ben Alcama. Añadamos a esto una rara nota cronística, inspirada en un perdido relato poético, la cual dice que el rey Alfonso mandó a García Ordóñez que fuese a Valencia junto al Cid, que residía en un arrabal de la ciudad. Esto nos hace suponer que efectivamente entonces algunos nobles del bando de Carrión fueron a Valencia y celebraron esponsales con las hijas del Cid, hacia el mes de agosto de ese año 1089; entonces la hija mayor Cristina, por cognombre Elvira, tendría 11 o 12 años, y María, por cognombre Sol, tendría 9 o 10. Los infantes de Carrión eran también menores de edad.
Según el Cantar (y debemos creerle en esto que refiere) los desposados emprenden después un viaje a Carrión, pero en el camino ocurre un grave incidente: Habiendo Alfonso ordenado al Campeador que le ayudase a socorrer el castillo de Aledo y a pelear con el emperador almorávide Yúsuf, el Cid no pudo llegar en el tiempo fijado por el rey, y aunque todo resultó bien, pues Yúsuf se retiró sin esperar el encuentro con Alfonso, éste, incitado por los cortesanos que odiaban al Cid, desató contra él su ira, en noviembre de 1089. La Historia Roderici, careada su versión latina con la versión romanceada en la Crónica de Veinte Reyes, nos dice que entonces el rey mandó prender en el castillo de Gormaz a doña Jimena y a sus hijas. Es de suponer, que la madre acompañaba a sus desposadas hijas, en su viaje a Carrión, y que cuando caminaban por tierras de San Esteban de Gormaz, al saberse la noticia de la ira del rey, los de Carrión abandonaron a sus esposas; intervino allí Diego Téllez, hasta que llegó la orden de prisión dada por el rey.
El poeta de Gormaz contaría el abandono de las desposadas, sin maltrato ninguno, y luego el Cid (cuando en la realidad se volvió a amistar con su rey) exigiría una reparación civil, esto es devolución del ajuar y demás riquezas, sin acusación criminal ni reto. Al final aludiría el poeta a los segundos matrimonios con un infante de Navarra y con un conde de Barcelona.
A este primer autor pertenecerá el plan general del Cantar (como lo muestra el Cantar del Destierro), enfocando la figura del héroe no desde el punto de vista de sus grandes victorias y conquistas, sino atendiendo a su penosa lucha contra una clase social llena de orgullo y vanidad.
Debió de componerse esta primera redacción del Cantar muy a raíz de la muerte del Campeador. Entonces la historia escrita produjo la Historia Roderici, entre 1103 y 1109, y hacia ese mismo tiempo hubo de producir la historia cantada este poema de Gormaz, cuando aún vivían doña Jimena, Alfonso VI y la mayor parte de los personajes. La libertad de expresión era en la Edad Media muy grande. La Historia Roderici tacha a Alfonso de «injusticia» y de «envidia» en sus enojos con Rodrigo; bien podía el Cantar decir del rey que era señor malo de un vasallo bueno, y maltratar a los Vani-Gómez como «malos mestureros» y gentes de «mañas» indignas.
El poeta de Medinaceli escribe hacia 1140
El poeta de Medinaceli vive en continuo anacronismo, creyendo que su Medina era poseída por Alfonso VI; a él hay que atribuir los otros anacronismos más repugnantes a la coetaneidad, como la continua presencia de Alvar Fáñez al lado del Cid. Él hace que los esponsales carrionenses, sin duda históricos, se conviertan en un fabuloso matrimonio bendecido por el obispo don Jerónimo y seguido de la permanencia de los infantes en Valencia durante dos años (v. 2271). El Cantar de Corpes es indudablemente el más refundido por este poeta, comenzando por las primeras tiradas con el cómico episodio del león que atemoriza vergonzosamente a los infantes. Describe después el viaje de los infantes con sus mujeres por Molina, la de Abengalbón, y por Medinaceli; él inventa el ultraje, heridas y despojo de las dos señoras en el robledo de Corpes. Después ¡a obra principal de este poeta es el transformar una sencilla corte judicial del poeta de Gormaz en unas solemnes cortes pregonadas de grandioso desarrollo, las cuales tienen por remate los tres retos en que los de Carrión quedan por traidores.
Todo esto acrece mucho el valor dramático del poema. Los dos autores, tan distintos e inconciliables en lo tocante al verismo épico, se hermanan muy concordes en el terreno de la creación literaria. El genio poético del autor de Gormaz atrae hacia sí e impulsa al refundidor de Medinaceli. Esta continuidad de inspiración a través de los tiempos en el arte colectivo es un gran fenómeno estético que la moderna crítica tradicionalística observa, afirma y debe estudiar: continuidad de numen, fundada en comunidad de gustos, de propósitos y de ambiente cultural.
El móvil principal de esta refundición de Medinaceli fue sin duda un hecho político resonante. En 1140 el emperador Alfonso VII, concertado con su cuñado el conde barcelonés Ramón Berenguer IV, Príncipe de Aragón, convienen en destruir el reino de Navarra, repartiéndoselo entre los dos, y la víctima del despojo iba a ser el nieto del Cid, García Ramírez, el llamado «Restaurador», porque hacía seis años se había coronado, restaurando el reino de Navarra que, hacía más de medio siglo, había sido anexionado al reino de Aragón. Entonces, estando el nieto del Cid con su ejército en Alfaro, frente a frente de Alfonso VII que tenía su campo en Calahorra, en vez de la batalla inminente, se firma una inesperada paz, por mediación de los obispos de Calahorra y Tarazona, siendo prenda de esa paz el desposorio del hijo del emperador, el niño Sancho, que entonces tendría siete años, con la hija niña del rey García, Blanca, biznieta del Campeador. El reino de Navarra quedaba a salvo en la persona del nieto del Cid, y el reino de Castilla entroncaba con la descendencia del Campeador. Bien se comprende que el poeta de Medinaceli participase de la resonancia cidiana que estos pacificadores esponsales debieron de tener, y que pensase en refundir el poema de Gormaz, sin duda muy cantado en la vecina Medinaceli; bien oportunos eran entonces los versos finales de la refundición, glorificando al Campeador: Hoy los reyes de España sos parientes son; / a todos alcanza hondra por el que en buena nació.
El Mio Cid como espectáculo público, POESÍA ORAL, NO ESCRITA
El poeta juglaresco hace su narración pensando siempre en el público que tiene delante, y al cual se dirige expresamente con un vocativo: «mala cuita es, señores, haber mengua de pan» 1178; o con fórmulas de sugestión intuitiva: «¡Aquí veriedes quexarse ifantes de Carrión» 3207, «Veriedes cavalleros venir de todas partes» 1415, «Tienen buenos caballos, sabet a su guisa les andan» 602, 610, 678, etc; «sabet bien que si ellos le vidiesen non escapara de muort», 2774.
Los cambios de escena que en el espectáculo teatral se distinguen por mudanza de decoración y entrada de nuevos personajes los indica el juglar llamando la atención de su público: «Dirévos de los cavalleros que llevaron el mensaje», 1453, Quiérovos dezir del que en buena cinxo espada» 899; o más explícitamente, expresando los personajes que se dejan y los nuevos que se van a tratar: «Alabando s’iban ifantes de Garrión, Mas yo vos diré d’aquel Félez Muñoz» 2764.
El poeta abandona a menudo la objetividad de su narración para tomar en los sucesos que narra una parte afectiva, en compañía de sus oyentes. Así, al referir la conversación secreta en que los yernos del Cid traman su felonía, dice: «d’esto que ellos fablaron nos parte non hayamos» 2539. O cuando los infantes maltratan a sus mujeres, desahoga el poeta su indignación y exclama dos veces: «¡Cual ventura serie ésta, si ploguiese al Criador que asomase esora el Cid!» 2741, 2753.
La recitación de un cantar de gesta era larga, y el Mio Cid está dividido en sus tres cantares que equivalen a los tres actos de una obra teatral. Como el poeta dramático busca al final de un acto, lo que se llama, la «suspensión del interés», así el Mio Cid, al final del segundo cantar, después de contar las alegres fiestas en las bodas de las hijas del Campeador, finge ignorar la desdicha que espera a las dos reciencasadas, y deja en duda al auditorio, despertando la curiosidad hacia el contenido del cantar tercero:
¡plega a Santa María e al Padre Santo que s’pague de es’ casamiento mío Cid o el que lo hobo algo! Las coplas d’este Cantar aquí s’van acabando; el Criador vos vala con todos los sos santos. 2277
El arte juglaresco, arte oral y cantado, utiliza fórmulas tradicionales, aceptadas sin reparo por el público, no exigente de novedad, que en ellas encontraba siempre fresca la natural poesía que las inspira. La descripción del ardor de una batalla se solía hacer mediante una rápida enumeración de varias imágenes encabezadas con el adjetivo tanto:
Veriedes tantas lanzas premer e alzar, tanta adágara foradar e pasar, tanta loriga falsar e desmanchar, tantos pendones blancos salir vermejos en sangre, tantos buenos caballos sin sos dueños andar (726-30)
Una descripción enumeratoria semejante a ésta, tan sugestiva, se encuentra en otros cantares de gesta y su uso continúa aún en el romancero del siglo xvi; sin embargo, la originalidad de cada juglar está en escoger y avivar las imágenes usadas, ese «premer» o abatir de las lanzas para acometer, y alzarlas para buscar donde emprender otro ataque, esas lanzas cuyos pendoncillos blancos entran buscando la sangre del enemigo. Pero aun en la descripción de los encuentros en combate, que son la pintura habitual prodigada en todas las gestas, cabe mucha invención individual; tal creo sucede con la pintura del arremeter de un escuadrón en nuestro poema:
Embrazan los escudos delant los corazones, abaxan las lanzas abueltas con los pendones, encimaban las caras sobre los arzones, batíen los cavallos con los espolones, iban los ferir de fuertes corazones, tembrar querie la tierra dond eran movedores...
Es fórmula repetida (715, 3615), pero me parece propia del poeta cidiano.
Original del Mio Cid me parece también la representación del guerrero combatiente, su espada sangrienta, su brazo cubierto de sangre, fórmula muy repetida en nuestro Cantar: «Espada tajadora, sangriento trae el brazo, Por el cobdo avuso la sangre destellando 781, 1724, etc.
La exclamación, tan propia del lenguaje hablado, es muy usada en el Mio Cid para dar valor ponderativo al relato. Va siempre encabezada con el mismo vocativo «¡Dios, qué bien los sirvió a todo so sabor!» 2650, «¡Dios, qué alegre era!» 1305, etc. «¡Dios, cómo se alababan!» 580. La evocación emotiva abrevia emotivamente, y con ventaja, una descripción como esta del amanecer: «Ya quiebran los albores e vinie la mañana, / ixie el sol ¡Dios, qué fermoso apuntaba!» 456.
Métrica; las tiradas asonantadas
La poesía que se propaga oralmente usa una forma métrica fácil de recordar y muy fácil de reconstruir cuando falla la memoria del recitador. En los cantares de gesta se usa un verso bimembre de muy desigual número de sílabas, tendiendo a un primer hemistiquio más breve; los tipos que más abundan son 7 + 7 sílabas, después 6 + 7, 7 + 8, 6 + 8, etc.
La rima es el asonante, pero ofrece la extraña particularidad de no usar asonantes agudos, todos son graves, porque el uso de esta rima en los cantares de gesta procede de un tiempo anterior a la segunda mitad del siglo xi en que el romance vulgar, lo mismo que el latín, no tenía voces agudas; la -e final latina se conservaba todavía: leone, señore, tornasole, cibdade, cantare, male. En el siglo xii, ya todas estas palabras se pronunciaban como hoy, sin -e final. Por arcaísmo poético, este uso se mantiene en todos los cantares de gesta y en los romances hasta en el siglo xvi. Esa -e de leone, solé, etc, se llama -e paragógica, pero no es sino etimológica, salvo en algunos pocos casos en que realmente la -e es una añadidura.
Además la lengua del Mio Cid nos presenta una extraña particularidad dialectal que no aparece en ninguna otra gesta conocida; usa el diptongo primitivo románico uó, conservado en italiano y usado en antiguo francés, y usado en León, en Aragón y entre mozárabes, mientras en Castilla, desde el siglo x, era usada la forma más vulgar ué. El manuscrito conservado del Mio Cid, en toda su extensión, nos ofrece muchas palabras como Huesca, pueblo, apuesto, fuerte, fuente, después, etc, que la asonancia obliga a leer Huosca, puoblo, apuosto, fuorte, fuonte, despuos, etc, sin que jamás ninguna de estas palabras aparezca en asonancia é. Igualmente en los tres cantares del poema ocurre el arcaico patronímico Vermudoz como asonante ó; en los tres aparece fo en lugar de fué. Parece que en Medinaceli se poetiza en el mismo dialecto que en Gormaz; no creo que el poeta de Medinaceli rehiciese las rimas de su predecesor.
Pero si no hay diferencia en la naturaleza de las asonancias, sí, la hay, en el modo de constituir las series asonantadas. Conviene que nos fijemos en esta diferencia que podemos establecer, a pesar de ser la versificación del Cantar tan sencilla, libre y fácil.
El Cantar del Destierro en sus 1086 versos tiene 63 tiradas, que vacilan entre 4 y 109 versos cada una (promedio, 17 por tirada), habiendo contiguas varias tiradas de 4 versos que recuerdan la «cuaderna vía». El Cantar de las Bodas, con 1193 versos, consta de 48 tiradas, de 3 a 146 líneas (promedio, 25 por tirada). El Cantar de Corpes, con 1453 versos, tiene sólo 41 tiradas de 5 a 190 versos (promedio, 35 por tirada). La gradación en que se nos ofrecen estos tres cantares es muy elocuente, si tenemos en cuenta que los refundidores, en busca de novedad para su versión, operaban por lo común en el desenlace de las tramas épicas más que en la exposición inicial de las mismas, y que toda refundición aumenta el número de versos, de modo que los cantares de gesta crecen por desarrollo interno, dilatando los episodios antiguos y añadiendo episodios nuevos, sobre todo al final. Así el Cantar de Mio Cid .hoy conservado tiene 3700 versos, pero la refundición conocida por la Primera Crónica General tenía quizá el doble, añadidos en el Cantar de las Bodas y sobre todo en el de Corpes; vemos también que la Chanson de Roland de comienzos del siglo xii consta de 4000 versos, mientras las posteriores tienen 6000, 8000 y las grandes adiciones ocurren en los episodios finales.
Ahora, además, en las diversas partes del Mio Cid vemos que el Cantar del Destierro es el más breve de todos y tiene muchas más tiradas; el Cantar de las Bodas tiene más versos y menos tiradas, y el Cantar de Corpes, el más largo de todos, es el que tiene menos tiradas que todos; parece que el refundidor, al arreglar la trama, operó de modo instintivo un arreglo simplificador de la versificación.
Ese instinto simplificador del poeta de Medinaceli se ve con toda claridad en el Cantar de Corpes, el más refundido, el más añadido. A pesar de su mayor tamaño no sólo tiene menos tiradas, sino que usa menos variedad de asonancias. Usa sólo las más comunes y corrientes: á (esto es a-e, con la e paragógica), á-a, á-o, ó (esto es ó-e con la paragoge), í-o, í-a, total seis, mientras los cantares primero y segundo usan once, que son esas seis, más otras cinco: ó-a, ó-o, é-a, é-o, í (esto es, í-e). Bien se ve que el poeta de San Esteban de Gormaz gustaba más la técnica del asonante variado, mientras el refundidor de Medinaceli se sentía muy indiferente respecto a esa riqueza técnica. La pobreza asonántica da monotonía a su versificación. Retengamos esta diferencia clara, material, tangible, entre los dos poetas del Mio Cid.
Elementos líricos
Aunque los cantares de gesta parecen ser pura narración, tanto que hasta la plegaria, la de doña Jimena por ejemplo, es un simple agregado de varios temas narrativos, sin embargo se sirven de varios elementos líricos. Ya hemos visto cuánto su lenguaje juglaresco abunda en frases ponderativas, encabezadas con la exclamación ¡Dios!... Otros varios recursos emotivos son habituales y el Mio Cid los maneja con predilección, utilizando procedimientos peculiares de la poesía lírica, en especial el de las repeticiones destinadas a ahondar en un tema afectivo. Cuando el Cid sale para el destierro, despidiéndose de Vivar, de Burgos y de Cardeña, donde deja a su mujer y a sus hijas, la narración transcurre angustiada, recordando con una especie de estribillo lo apremiante del plazo fijado por el rey para que el desterrado abandone su casa, su familia y el reino de Castilla: Ca el plazo viene acerca, mucho habernos de andar, 321, Cerca viene el plazo para el reino quitar, 392, y así en cinco ocasiones, el poeta añade al dolor de la expatriación el desgarrador apremio de la prisa. Lo mismo al final, cuando se va preparando y ejecutando el castigo de los alevosos infantes, el estribillo va recalcando el creciente desaliento de los culpables: Ta les va pesando, 2985; Ta se van repintiendo, 3568, Mucho eran repentidos, 3557, y así siete veces.
La capital escena del robledo de Corpes está narrada con gran desarrollo de la liricidad por repetición, arte del que un buen juglar recitador obtendría grandes efectos sobre su público. Cuatro temas se suceden y se repiten insistentemente: a) la brutalidad de los infantes al desnudar y herir a sus mujeres; b) el poeta desearía que apareciese allí el Cid para castigar a los alevosos malhechores; c) los infantes abandonan sus víctimas medio muertas; d) los infantes se jactan cobardemente. En unos 45 versos (2720-2764) estos cuatro temas se repiten en cuatro asonancias diferentes, utilizando dos artificios peculiares de la lírica medieval, a saber, la «tirada gemela» que repite con asonante diferente los elementos contenidos en la tirada anterior, y el «lexaprende» o tiradas encadenadas, por comenzar la segunda de ellas repitiendo con diferente asonante, el verso final de la tirada anterior. Así la estructura lírica de este capital pasaje es como sigue:
1. Al final de una larga tirada en ó se desarrollan por extenso los tres primeros temas, que cada uno se sintetiza en un verso principal: a) Maltrato de las esposas, Allí les tuellen los mantos e los pellizones, 2720, las infelices ruegan inútilmente a sus desalmados maridos; b) Desea el poeta la aparición del Cid, Cual ventura serie que asomase ahora el Cid, 2741; c) Abandono de las víctimas casi sin vida, Por muertas las dexaron, 2748.
2. Una breve tirada gemela en ía repite abreviadamente los mismos tres temas: a) Leváronles los mantos e las pieles armiñas 2749; b) Cual ventura seríe..., 2753; c) Por muertas las dexaron, 2752; cinco versos solos que consolidan y reaniman todo el doloroso cuadro expuesto en los treinta versos finales de la serie anterior.
3. Otra tirada breve en -áo comienza por un verso de encadenamiento, c) Ifantes de Carrión por muertas las dexaron, 2754-5, tercera repetición del desmayo en que yacen las hijas del Cid, y a continuación inicia y desarrolla el tema cuarto, el de la jactancia cobarde, d) Por los montes do iban, ellos, banse alabando, 2757.
4. Una larga tirada en ó que comienza con el verso d) Alabados’ iban ifantes de Carrión, verso repetido en el interior de la tirada, Alabándos’ sedian... 2824; tanta insistencia realza el odioso porte de los criminales infantes.
Esta escena de Corpes es propia del poeta de Medinaceli que, en el manejo de los recursos líricos, se muestra muy superior al poeta de Gormaz; aunque éste aparece tan maestro en la narración conmovedora de la partida del Cid para el destierro, no ensaya ningún recurso lírico en la versificación. Aquí también debemos distinguir dos poetas.
Elementos cómicos
Los poetas del Cid, preocupados del espectáculo público a que el Cantar está destinado, no atienden sólo a lograr efectos líricos que den variedad y valor a la continuada narración épica; necesitan también alguna sonrisa en el auditorio, que se cansa de una sostenida tensión grave. Pensemos en las conferencias científico-literarias de hoy, que son también otro espectáculo público; no se tiene por buen conferenciante el que no hace reir a sus oyentes por lo menos tres veces en la hora. En esto el poeta de Gormaz logra efectos de mayor delicadeza y acierto.
Interrumpiendo la densa tristeza que impregna todo el relato de la partida del Cid al destierro, entre la desoladora inhospitalidad de Burgos y el desgarrador separarse de Cardeña, «como la uña de la carne», se intercala un regocijado episodio. La pobreza obliga al
Cid a intentar conseguir de los judíos burgaleses un préstamo con garantía fingida; él idea el ardid de unas arcas de arena que se dirán estar llenas de oro, pero quien pone en práctica esta traza y pone en ella sal cómica es el burgalés Martín Antolínez, que se juega vida y hacienda contraviniendo las órdenes del rey en socorrer al desterrado: él dialogando diestramente con los dos judíos tiene audacia y labia para que ellos le concedan el préstamo, y aún le queda descarado humorismo para sacarles una espléndida propina por el corretaje del buen negocio que les proporciona. No se trata aquí de un episodio truhanesco que pudiera anunciar la futura novela picaresca. No. La picardía y la comicidad están pulcramente limitadas al preciso momento del engaño; antes y después de ese instante, el poeta reviste de gravedad heroica el episodio que no es sino una prueba de que el Cid sale pobre al destierro, siendo falsas las acusaciones de haber retenido riquezas del rey de Sevilla; el Cid idea el engaño, forzado por la extrema necesidad, «muy a disgusto» (fer lo he amidos), bien lo ve el Criador, y luego, cuando los judíos descubren el fraude y se quejan a Minaya, éste, a nombre del Cid, les ofrece muy buena recompensa, 1436. Basta esto y sobra. El poeta creería pesadez el pararse a contar cuándo y cómo recompensó a los engañados prestamistas. Es natural; ésa es su habitual sobriedad narrativa, que nos exige una breve digresión para entender bien la comicidad de Martín Antolínez.
La narración juglaresca es lacónica, propensa a omitir lo que no es evidentemente necesario, y esta brevedad no es exclusiva del Mio Cid, sino de otros textos épicos como el de Fernán González. El mismo Minaya, inmediatamente después de la petición de los judíos, recibe otra del abad de Cardeña y ofrece también interceder con el Cid, pero el poeta tampoco gasta tiempo en decir cómo el Cid cumplió con este otro recado que Minaya le llevó en favor del monasterio de que tan devoto era el héroe. Lo mismo antes de la batalla con Yúcef de Marruecos el Cid promete a doña Jimena poner ante sus pies los estruendosos tambores africanos y llevarlos después en exvoto a la iglesia catedral; pero, conseguida la victoria, el poeta no se acuerda para nada de tales tambores. En suma, la narración incompleta, a medias, es muy propia del relato oral.
También emplea la comicidad el Mio Cid al final de su Cantar del Destierro, en la huelga del hambre que tozudamente comienza el conde de Barcelona, al verse vencido por los malcalzados del Cid; hay ahí juegos de palabras y pullas bromeantes del Campeador; desconfianza risible del conde.
Hay también ironía en la rápida conversación que sostiene el Cid con el rey Búcar de Marruecos, fugitivo en la batalla. Pero aquí el juglar de Medinaceli, haciendo que el Cid mate a Búcar, altera el texto de su predecesor y de todos los continuadores, texto conforme a la realidad histórica, pues ningún emir almorávide fue muerto en batalla ante Valencia. Búcar dice al Cid que le persigue: Non te juntarás conmigo fata dentro en la mar, 2416, y esto va bien con el desarrollo tradicional de este episodio en el que Búcar se libra de la persecución del Cid refugiándose en las naves; así sucede en las refundiciones prosificadas en las Crónicas vulgares, y así sucede en el romancero, donde se puede observar que el diálogo de persecución tiene finuras humorísticas que no caben en la versión del Cantar hoy conservada, pues quedan excluidas con la muerte de Búcar. Si el inventor de esta muerte es el poeta de Medinaceli, como parece, se muestra menos dado que el poeta de Gormaz a sutiles matices de comicidad.
Los dos hermanos de Carrión divierten a los oyentes del Mio Cid, tanto por su codicia en lucha con su orgullo nobiliario, cuando conciben la idea de casarse con las hijas del Cid, como por su loco miedo frente a un león doméstico, o por su cobardía y fanfarronada antes, durante y después de la batalla con Búcar, o por su mal porte en los duelos finales, sobre todo Diego, que no acierta a defenderse, asustado del brillo de Colada la bien tajante, y huye de Martín Antolínez, aunque éste, despreciándole, sólo le da un cintarazo, sin emplear el filo de la temible espada. ¿Qué es en todo esto lo que podemos atribuir al primer poeta y al segundo? Parece claro que pertenece al poeta de Medinaceli la escena del león, porque es la que recuerdan repetidamente los infantes al concebir y al ejecutar el escarnio de sus mujeres, inventado por ese segundo poeta, e igualmente a él pertenece el miedo a los cintarazos de Colada, por ocurrir en el duelo judicial, invención evidentemente tardía. Verdad es que en estas pinceladas gruesas, de ridículo miedo y cobardía, no falta cierta sobriedad y el buen gusto de no recargar las tintas, bien lo hace notar Dámaso Alonso en un delicado análisis; pero creo hay una positiva diferencia entre la comicidad incluida en el Cantar del Destierro, fundada en finuras psicológicas de expresión dialogística, y la comicidad del Cantar de Corpes, consistente nada más que en la postura material risible en que se coloca el ridiculizado. Distinguimos dos temperamentos, dos poetas.
Esta extrema cobardía de los infantes, que parece invención del segundo poeta, no es rasgo acertado. Los traidores de otros poemas suelen tener grandeza propia. Hagen viene a ser el protagonista en la última parte de Los Nibelungos; y sin llegar a tal extremo, Ganelón en la Chanson de Roland y Ruy Velázquez en el Cantar de los Infantes de Lara tienen aspectos graves y aún admirables, a pesar de su crimen. El poeta cidiano, si hubiese reflejado en los dos infantes algo del gran prestigio que los Vani-Gómez tuvieron, no hubiera hecho sino dar más fuerza dramática al agravio sufrido y a la reparación lograda. La cobardía de los infantes de Carrión, si bien da aquellas notas burlescas que tanto regocijaron a los poetas del romancero, quita a los alevosos la conveniente estatura épica que les era necesaria para ofender con grandeza al héroe.
Las guerras del Campeador en el CANTAR
Rodrigo Díaz, a quien cristianos y moros llamaban el Campeador, esto es, ’el guerreador, el vencedor’, era comúnmente cantado, ya en vida de él, celebrado por sus victorias, lo mismo en duelos singulares que en batallas campales, las suyas propias o las reñidas en las largas guerras fratricidas de los hijos de Fernando I; pero al morir el famoso héroe, el poeta de Gormaz concibió la idea de no ofuscarse con el brillo de las célebres victorias; antes bien se detuvo a referir por lo largo el penoso guerrear del desterrado, privado de recursos, que allí, en San Esteban de Gormaz, era recordado (quizá ya en verso, o si no en prosa), cuando realizaba sus primeras y difíciles hazañas de la expatriación, contando sólo con 300 caballeros y otros tantos peones, desterrados con él, todos mal equipados. Algaras, correrías, el caminar de trasnochada, las celadas, las artimañas estratégicas, sin que se olvide la hora del sueño, el dar cebada a los caballos o el apretarles la cincha antes del combate; se dan multitud de pormenores para describir la conquista de dos pequeños castillos, Castejón y Alcocer, que, vendidos a los mismos moros, proporcionan ai desterrado las primeras ganancias con que acometer las mayores empresas. En cantar esa toma de Castejón y Alcocer, dos lugares insignificantes, que para nada figuran en la Historia Roderici, emplea el Cantar del Destierro 440 versos, mientras que las gloriosas conquistas de Jérica, Almenar, Murviedro y Valencia sólo ocupan en el Cantar de las Bodas 140 versos. Hasta tal punto la poesía del cantar prefiere las realidades concretas de lo cotidiano a la grandeza conceptual que subyace en los mayores hechos históricos.
No es que el Mio Cid rehuya los famosos encuentros bélicos. A la batalla del Cuarte, de 1094, le dedica 180 versos: concisión fuerte, en que nada falta: el temor de doña Jimena y de las hijas al ver el poderoso y extraño ejército africano; el Cid que las reanima, «a más moros, más ganancia»; escaramuzas de la víspera, discusión del plan de combate; el obispo don Jerónimo absuelve a los que mueren «lidiando de cara», y obtiene del Cid el honor de «las primeras heridas»; encuentro personal del Cid con el rey de Marruecos; reparto del gran botín. Nada hay de convencional y muerto en esta breve descripción, todo nos lleva a las realidades del siglo xi, la campana del atalaya de Valencia que toca alarma, el estruendoso redoble de los tambores almorávides que asusta a las señoras y maravilla a los cristianos recién llegados de los valles de Castilla donde jamás había resonado aquel fragor, la lujosa tienda del rey de Marruecos, de forma ovalada.
El Mio Cid sobresale en esa especie de costumbrismo militar, lleno de animación. No se encuentra una viveza descriptiva semejante en la gesta de los Infantes de Lara y menos en las Chansons francesas, donde muchas batallas, más largamente descritas, se reducen a una serie de combates singulares que monótonos se suceden uno tras otro.
Lucha entre las clases sociales
Pero la guerra y las hazañas guerreras no son tema principal en el Cantar del Campeador. Desde hace ya cien años que el crítico vienés Ferdinand Wolf estudió este poema, se suele pensar que la idea directriz de él es el paternal amor del héroe, preocupado por la suerte matrimonial de sus hijas. Esa paterna preocupación existe, pero debe notarse que no es el matrimonio feliz sino el matrimonio ultrajado el que asume valor épico esencial, y aún así no tiene subs-tantividad en sí mismo, sino que es mera expresión de la enemistad de los Vani-Gómez y de García Or-dóñez contra el Campeador. Éste es el verdadero tema básico del poema en sus tres Cantares: el Cid, combatido por la invidencia de la alta nobleza, que le enemista con el rey, logra, por sus muchas victorias en bien de «la limpia cristiandad», que Alfonso le estime, y humilla a sus enemigos bajo el peso de la justicia del rey y de la propia grandeza personal.
He aquí la entraña de este conflicto dramático. El Cid pertenecía a la clase inferior de la nobleza, la de los infanzones, o sea caballeros que criaban en su casa y tenían a su servicio algunos otros caballeros; mientras los Vani-Gómez pertenecían a la jerarquía superior de los ricos-hombres, los cuales tenían muchos caballeros por vasallos, seguían habitualmente la corte del rey, y éste escogía entre ellos los condes y potestades o sea los gobernadores de los condados y demás altas dignidades del reino. Estas dos clases no estaban radicalmente separadas: los infanzones de solar conocido solían casar sus hijas con ricos-hombres, como por otra parte los ricos-hombres más linajudos podían casar sus hijos o hijas con hijas o hijos de los reyes. En esta intercomunicación surge el drama político y familiar de nuestro poema. Las hijas del infanzón de Vivar se casan con los infantes de Carrión, hijos de conde, pero éstos sólo buscan las grandes riquezas del conquistador de Valencia, porque ellos creen que por su alto linaje debían «casar con fijas de reyes o de emperadores», 3297, 2553.
El preferir este tema político social en la vida del gran debelador de la morisma noi es mérito privativo de los poetas de Gormaz y de Medinaceli. No perdamos nunca de vista que el Mio Cid pertenece a una época de arte colectivo, arte que depende en gran, manera de la tradición. Los cantares noticieros, en vida del mismo héroe, extraían ya con preferencia de entre los muchos hechos del Campeador las luchas sostenidas con diversos condes. Un Carmen Campidoctoris, escrito en 1082 ó muy poco después por un clérigo catalán que remeda en latín un canto noticiero vulgar, cuenta, tras el destierro del Campeador, «las lides de los condes» (comitum lites), dos hechos recientes: la prisión en el castillo de Cabra del «conde soberbio» García Ordóñez (1080) y la prisión en Almenar del conde marqués de Barcelona (1082); de modo que este viejo Carmen es un perfecto anticipo del primer Cantar de nuestro poema, donde igualmente se cuenta el destierro del Campeador y la prisión de los dos mismos condes Garci Ordóñez y Be-renguer. Así el tema social del Mio Cid no es creación tardía de elogio postumo, sino continuación tradicional de los motivos principales que la vida ofrecía a los que notificaban las actualidades del héroe; el mérito de los dos poetas de Gormaz y de Medina consistirá en haber desarrollado en un extenso Cantar el tema de los casamientos repudiados.
En el Mio Cid se insiste mucho en realzar y dramatizar ese aspecto social. El Campeador no quiere emparentar con la alta nobleza. Cuando sabe que el rey desea honrarle mediante el casamiento con los infantes de Carrión, él siente repugnancia, fundada únicamente en la vanidad de los novios cortesanos: ellos son mucho urgullosos e han part en la cort, / d’este casamiento non habría sabor, 1938; y cuando el rey le ruega, todavía busca excusa, alegando que sus hijas son aún muy niñas, no casaderas, 2082; si accede, es por obedecer al rey, pero no quiere hacer la entrega ritual de sus hijas a los infantes por mano propia, sino por mano del rey y de Álvar Fáñez.
Por todas maneras el Mio Cid abunda en el espíritu democrático de Castilla, la Castilla que en sus orígenes, en el siglo x, había aumentado la clase de los caballeros, popularizándola. En el Cantar, los ricos hombres que medran en la corte, Garci Ordóñez, Pedro Ansúrez, los Vani-Gómez aparecen, aun en vida de ellos, como decaídos de su antiguo valor y actúan sólo como envidiosos del gran vasallo de Vivar. En cambio el Cantar muestra constante veneración hacia el rey, que si destierra al héroe es por culpa de los palaciegos cizañeros; y por su parte Alfonso ataja a García Ordóñez en sus maledicencias contra el Cid: que en todas guisas mijor me sirve que vos, 1348; ése es el sentimiento de la realeza medieval que se entiende mejor con los elementos más populares para combatir las excesivas pretensiones de la alta nobleza. No podemos dudar en atribuir a los dos poetas de Mio Cid el mérito de mantener en constante altura la expresión de modesta altivez característica del protagonista. El héroe de las grandes hazañas no aspira a la nobleza de linaje; aun cuando se negocian los matrimonios regios de sus hijas, sólo pretende casarlas sin vergüenza, sin ningún desdoro por parte de ellas, 3715 (comp. 2834). No le puede honrar el emparentar con reyes; los que se honran son los reyes (verso 3725).
La mesura como carácter heroico
La mesura, el comedimiento, el modesto dominio de sí, era, según la literatura cortés de la Edad Media, cualidad primordial para el caballero palaciano y enamorado, pero no lo era para el protagonista de los cantares de gesta, en los que la desmesura viene a ser la consagración del heroísmo. La epopeya ofrece abundantes ejemplos de violencia, atropello y guerra como enaltecimiento del vasallo rebelde, Fernán González, Girard de Roussillon, etc., pero el Mio Cid, dejando a un lado las formas corrientes del género literario a que pertenece, concibió a su héroe siempre fiel al rey que le destierra, por lo cual renuncia al derecho, que el fuero de los hijosdalgo le daba, para combatir al señor que le ha airado: Con Alfonso Mio señor non querría lidiar (v. 538); lejos de lidiar con él, le envía el quinto de su personal ganancia en la guerra contra moros y pone la conquista de Valencia bajo el dominio del injusto monarca. Es verdad que el Cid de la realidad no combatió a su rey y le rindió vasallaje en Valencia, pero también es verdad que guerreó fieramente el condado de García Ordóñez, que tierra era del rey, así que el Cantar se inspira en la realidad cidiana, pero depurándola mediante una selección constante.
Roland, héroe mítico, deja desbordar la desmesura de su orgulloso pundonor, negándose a pedir auxilio a Carlomagno y sacrificando la vida de veinte mil franceses; el Cid, héroe humano, aparece siempre dueño de sus más pungentes pasiones. Cuando se ve agobiado de dolor al abandonar sus palacios de Vivar para salir al destierro, prorrumpe en una simple queja contra sus enemigos, no contra el rey, fabló Mio Cid bien e tan mesurado: esto me han vuelto mios enemigos malos. Cuando después, cabalgando por las desiertas calles de Burgos, al llegar a su albergue habitual, los de dentro no responden a sus voces y él golpea la puerta inhospitalaria, basta a apartarle de allí la débil voz de una niñita que le ruega, informándole de las amenazas del rey a cuantos acojan al desterrado. La cólera no estalla jamás en su pecho. Al recibir en Valencia a sus hijas ultrajadas y heridas, besándolas a amas, tornos’ de sonrisar, 2889; el gozo de verlas tornar con vida a su hogar quiere el héroe que anule toda tristeza; pide a Dios favor y, sin más, pasa a preparar el castigo de los culpables. También es notable la conducta del Cid del Cantar con los moros. El Cid de la realidad fue cruel y fue benigno en la guerra, pero el Mio Cid pasa muy por alto las inevitables calamidades que sufrieron los moros de Valencia durante el asedio de la ciudad y, en cambio, se detiene a referirnos las lágrimas y bendiciones con que los moros de Alcocer despiden a su bondadoso conquistador.
He aquí lo que sorprende en el Mio Cid, lo que le coloca aparte de todos los cantares de gesta españoles y franceses; esta acertada originalidad al concebir las gestas del Campeador de modo enteramente diverso de como las concebían los otros cantares referentes a este héroe, y diverso de como veían a sus héroes los otros cantares medievales. Rompe con alto gusto poético los usuales moldes de la epopeya. En Roland, la enorme desmesura heroica: en Mio Cid, la heroica mesura, la fuerte moderación de la fuerza.
La venganza
La venganza, pasión fundamental en la epopeya, desde Homero en adelante, venía impuesta al Cantar de Mio Cid por la escuela juglaresca que la trataba en forma cruelmente sanguinaria; en los Infantes de Lara, Mudarra mata al traidor Ruy Velázquez con treinta caballeros de los suyos; la infanta doña Sancha en el Romanz del Infant García se muestra insaciable en los tormentos con que hace morir al traidor; en la Chanson de Roland, Carlomagno, dada la solidaridad germánica de la familia en los delitos y las penas, manda ahorcar treinta parientes del traidor Ganelón, y éste es descuartizado en vida, sus manos y píes amarrados a cuatro fogosos caballos. Nada de esto en el Mio Cid; las heridas y afrenta con que los de Carrión repudian a sus mujeres no son castigadas mediante una venganza directa, sino mediante un juicio solemne ante la corte del rey y un duelo decretado por el soberano. El Cid, último héroe que florece en la epopeya románica, anuncia una edad nueva: su honor se restaura mediante un duelo judicial, rematado, no con la muerte de los traidores, sino con la declaración legal de su infamia.
El quid heroicum de MIO CID
Este Rodrigo Díaz de la realidad, inspirador del Mio Cid poemático, que obra siempre bien e tan mesurado, ¿cómo es un héroe épico, si el héroe parece necesitar cierta desmesura?
El héroe lo es por su realidad histórica que le capta la admiración de su pueblo, y esa admiración, expresada en cantos historiales, va idealizándose progresivamente en las sucesivas elaboraciones de esos cantos. En esa idealización, cada epopeya sigue su camino propio. La épica francesa dota a su Roland de naturaleza sobrehumana enormísima; la musa hispana tiende a ver a su Cid siempre dentro de las realidades humanas; la épica de Virgilio y de Homero está más lejos de la francesa que de la española. Pero todas las idealidades convienen, sin embargo, en que el héroe posee en grado excelso la fortaleza; esa cualidad le asigna San Isidoro como primordial.
Esa suprema fortaleza la manifiesta nuestro Cantar exponiendo cómo el Cid, hundido en extrema pobreza por la calumnia de sus enemigos y por la ira del rey, vence la fortuna muy adversa y llega al mayor poder por su solo esfuerzo, desamparado de toda ayuda. En la epopeya medieval el vasallo desterrado combate libremente a su rey, pues a ello tenía derecho; pero en el caso del Cid, aunque la voz pública condena unánime la conducta del rey (¡Dios, qué buen vasallo, si hobiese buen señor!, v. 20), el Cid renuncia a su derecho. Pero si el Cid no lucha con su rey, lucha de continuo con sus otros enemigos, y en este caso también renuncia a los despiadados derechos del vencedor: con los moros es benigno cuanto puede, los moros e las moras bendiciéndoC están, 541, 854; igualmente el conde de Barcelona admira el porte generoso de quien le da la libertad: tanto cuanto yo viva seré dent maravillado, 1038. Esta magnánima confianza en sí, ante su rey y ante sus enemigos, es la sencilla ejecutoria de su noble fortaleza heroica. Con esta fuerza, inmensa y moderada, conquista el gran reino de Valencia, y no se hace rey, sino que, en bien de la cristiandad, pone su reino en vasallaje de Alfonso; así el vasallo que no tenía buen señor, se contenta, según frase de la Primera Crónica General de España, con ser «el mayor hombre del mundo que señor tuviese».
Ese vasallo, con su fortaleza, no sólo conquista un reino y vence la injusticia de su rey, sino que vence la envidia de sus enemigos de alta alcurnia, glorificando así el valor personal frente a la fatua vanidad de la nobleza fundada sólo en la herencia.
¿y la desmesura heroica? Ella consiste en una desbordante expansión de orgullo cuando se cree colocado en la cima de su gran poder. Cuando acaba de vencer al moro Búcar (es la histórica victoria del año 1094 sobre los invencibles ejércitos almorávides) se enorgullece de ser el incontrastable vencedor de batallas contra moros y cristianos, y espera dominar el Africa: «Arranco las lides como place al Criador, / moros e cristianos de mí han grant pavor, allá en Marruecos, la tierra de las mezquitas, temen que les asalte, pero no iré allá; desde aquí, en Valencia, les obligaré a pagar tributo al rey Alfonso». Y esta aspiración descomedida va acompañada de otra jactancia de su riqueza y de sus yernos: Antes fu minguado, agora rico so, I que he haber e tierra e oro e honor, / e son mios yernos ifantes de Carrión (t. 122). La desmesurada ambición reconquistadora del Cid es un hecho histórico, comprobado por dos historiadores árabes; el arte del poeta cidiano consiste en relacionar esa elación guerrera con una complaciente confianza del Cid en sus yernos, a quienes profesa una ciega afección paternal (v. 2332-35, 2343, 2463, 2479), se complace en ellos a pesar de la advertencia que le hace Pedro Vermudoz (v. 2357) y a pesar de las burlas que sobre la cobardía de los infantes corrían por el palacio de Valencia (2307, 2326, 2532-36). El poeta suma así, muy calculadamente, a la desmesura heroica del guerrero, una obcecación funesta en el mismo sentimiento paternal que el poeta exalta siempre en el héroe. El Cid se alaba del valor de sus yernos en el momento que ellos le van a herir cobardemente.
La fortaleza del Cid es magnífica porque cuenta con especial favor del cielo. El héroe, en su mayor abatimiento, tiene visión confortadora del ángel Gabriel, 406; por otra parte, según le dice Álvar Fáñez, Dios le hace partícipe en sus altos designios: esta batalla el Criador la ferá / e vos tan diño que con él habedes part, 2362; y luego, Alvar Fáñez mezcla términos profanos para afirmar el alto destino providencial del héroe y de sus triunfos obtenidos con Dios e con la vuestra auze, 2366, frase donde la palabra auze ’ave’ conserva la expresión latina avis por ’agüero, auspicio buena estrella’.
Esta buena estrella, su auze, era sentida como invencible por las gentes de las dos religiones. El alcaide moro de Molina, Abengalbon, era amigo leal y resignado del héroe, porque lo sentía inatacable, invulnerable ante cualquier daño que quisieran hacerle sus enemigos: ca tal es la su auze: / maguer que mal le queramos non gelo podremos far, / en paz o en guerra de lo nuestro habrá, 1523. Ante su sola presencia los moros sentían turbación y miedo; cuando se presenta majestuoso en la corte de Toledo a demandar justicia, los infantes de Garrión nol pueden catar de vergüenza, 3126; un león siente ante él la vergüenza respetuosa, y cuantos presencian esa humildad de la fiera a maravilla lo han, 2302.