La arquitectura árabe, surgida en el siglo VII d.C., representa un legado cultural que ha perdurado a lo largo de los siglos.
Su desarrollo se vio influenciado por la rica historia de Arabia, que, tras un periodo de esplendor, enfrentó la conquista persa y la fragmentación de sus tribus.
En este contexto, la Kaaba de La Meca se erige como un símbolo de transición entre la idolatría y la nueva fe monoteísta de Mahoma, marcando el inicio de una era de renovación espiritual y arquitectónica.
La arquitectura de los seguidores de Mahoma tuvo su origen en el siglo vii d. de J.C.; floreció durante 1000 años y aún se cultiva en nuestros días. Arabia fue conquistada por los persas en el siglo vi a. de J.C., como culminación del prolongado proceso de desintegración del país, que había conocido tiempos de esplendor. Su cultura debió de ser rica hacia el año 1000 a. de J.C., en que la famosa reina de Saba visitó la corte del rey judío Salomón. Pero hacia la época de su conquista por los persas, Arabia aparecía en ruinas y sus diseminadas tribus se entregaban a la adoración de innumerables fetiches, más de 300 diferentes.
En La Meca había desafiado la acción de los siglos un santuario, la Kaaba, construido para guardar la piedra negra considerada sagrada. Precisamente esta piedra había de servir de eslabón entre los tiempos de idolatría y letargía religiosa y los nuevos de energía y confianza nacidas al conjuro de Mahoma y su dios único Alá. Incluso hoy es ritual el peregrinaje a La Meca para besar la piedra sagrada. Mahoma, nacido en La Meca (570 años d. de J.C.), aseguraba ser el profeta de Alá, único y todopoderoso dios, no susceptible de representación por medio de imágenes. Como este dios, según su profeta, deseaba la hermandad de los hombres, era deber de todo musulmán procurar la expansión de su doctrina. De aquí que la religión militante del mahometismo se lanzara tan afanosamente a la conquista de prosélitos. «Creer o morir» era el grito de guerra. La mayor parte de los árabes se decidieron por lo primero, ya antes de la muerte del Profeta. En los 100 años subsiguientes, los árabes islamizados conquistaron Mesopotamia, Siria, Egipto, Turquestán, casi toda la Península Ibérica, el N de África y parte de Persia y la India.
Así, en el breve lapso de un siglo, se levantaron centenares de edificios musulmanes: mezquitas, palacios para los recién instaurados califas, escuelas, mausoleos, bazares, alhóndigas y viviendas. A la necesidad material de edificaciones destinadas a reacomodar los hábitos de los conversos a las exigencias de la nueva religión se sumaba el estímulo del precepto coránico: «Quienquiera que levante para Dios un lugar de adoración, aunque no sea más grande que el nido de un urogallo, tendrá construido para sí un lugar en el Paraíso».
Muy poco era, en realidad, lo que existía en la tradición del pueblo árabe que pudiera servir de base a la instauración de un estilo arquitectónico, ya que se trataba de un pueblo nómada acostumbrado a alzar sus tiendas en cualquier parte del desierto. Carecían, pues, los musulmanes de una tradición artística que les ayudase a disponer la traza de un edificio y decorarlo. Lo ignoraban todo, salvo el fin esencialmente religioso, con la erección de cada edificio construido. Dejaron, por tanto, en manos de los trabajadores de los países conquistados la tarea de dar forma a las nuevas construcciones, con arreglo a sus estilos propios. A veces les bastaba adaptar las construcciones que hallaban en su camino a los usos musulmanes, como en el caso de las iglesias cristianas de Egipto y Siria. La adaptación no podía ser más sencilla: cubrían los muros con mosaicos y pinturas murales con representaciones vegetales y geométricas, ya que su religión les vedaba la de todo ser viviente en las mezquitas, derribaban el altar y, en fin, instalaban un nicho, llamado mihrab, en el centro del muro frontero a La Meca. Partes enteras de templos romanos, egipcios y griegos se aprovecharon para la erección de los nuevos edificios. Los seguidores de Mahoma mostraban gran libertad en el uso de cuanto encontraran a su paso: si una columna antigua les parecía mejor colocada con el capitel hacia abajo, no dudaban en cambiarla de posición. Columnas de capiteles labrados de origen griego o copto, en maridaje con arcos de ladrillo transplantados de Italia y arracimadas por añadidura como en un templo egipcio: todo ello puede verse en una sola mezquita. De aquí que se haya dicho que los mahometanos carecen de estilo propio y representan meramente «una continuación de lo antiguo». La apreciación no deja de ser exagerada, ya que ningún historiador de arte niega que, de cualquier modo e indefectiblemente, las construcciones «musulmanas» parecen distintamente «musulmanas», aunque cada parte separada sea imitativa o transplantada de alguna otra arquitectura. Además la arquitectura árabe ha llegado a poseer caracteres propios: el arco de herradura frecuente en palacios y mezquitas de los siglos xiv y xv parece genuina aportación musulmana, así como el tipo de ornamentación superficial geométrica y vegetal, lejana esta última de la naturaleza, conocida con el nombre de «arabesco». Esta ornamentación en dos planos, de muy escaso relieve, es sumamente compleja y delicada y recubre los muros a manera de un tapiz persa o de un rico tejido policromo.
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