El divorcio y la Iglesia Católica representan un tema de profunda complejidad y controversia.
Según la doctrina católica, el matrimonio es un sacramento indisoluble, respaldado por el Evangelio de San Mateo, que enfatiza que lo que Dios unió no debe ser separado por el hombre.
A lo largo de la historia, la Iglesia ha enfrentado desafíos ante culturas que aceptaban la disolución del vínculo matrimonial, pero su postura ha permanecido firme, aunque en algunos concilios se consideraron excepciones.
el divorcio y la iglesia católica
Desde el punto de vista de la Iglesia Católica la doctrina en este punto es totalmente clara y diáfana. Ya en el Evangelio de San Mateo (cap. XIX) se dice: «Así, pues, ya no son dos, sino una sola carne: lo que Dios unió, no lo separe el hombre.» En su nacimiento la postura de la Iglesia hubo de encontrar fuerte resistencia toda vez que los romanos, griegos, judíos y, posteriormente, los germanos, admitían la disolución del vínculo. En los primeros concilios ecuménicos no se legisló particularmente sobre esta materia (Constantinopla, Efeso, Nicea y Calcedonia), pero en otros se mostró la abierta condena del mismo, aunque no faltan casos en que por una amplia interpretación evangélica se admitiese el divorcio, como el Concilio de Vermerie, que lo consideró válido cuando estuviese basado en adulterio o en grave atentado contra la vida del otro cónyuge.
A partir de Graciano, en su famoso Decreto, la doctrina siguió el criterio evangélico íntegramente y mantuvo la indisolubilidad del matrimonio. En el siglo xii apareció la controversia entre la Escuela Francesa y la de Bolonia sobre dicho tema, y se distinguía entre el matrimonio rato y el consumado y aunque ambos son en principio indisolubles, se admitía que el rato pudiera ser disuelto por el voto solemne y por dispensa pontificia. Doctrina que sigue vigente y que procede esencialmente de la formulación hecha en el Concilio de Trento (Sesión XXIV, cánones 5 a 8) donde se afirma que no puede ser disuelto ni aun por adulterio de uno de los cónyuges, ni por herejía, cohabitación molesta o ausencia afectada de uno de ellos, y se admite solamente la separación de lecho y mesa por causas justificadas. Respecto del matrimonio consumado y entre infieles puede ser disuelto por el llamado «privilegio Paulino», debido a que San Pablo lo anunció en su Epístola a los Corintios, que hoy regulan los cánones 1120 a 1124 del Código canónico. Según él, si uno de los cónyuges no bautizados se convierte a la Fe y recibe el Bautismo, y el otro cónyuge queda en la infidelidad y hechas a éste las llamadas interpelaciones no consiente en la conversión ni en cohabitar pacíficamente, sin injuria de Dios y sin desprecio de la religión cristiana con el convertido, o se empeña en pervertirle, entonces el convertido puede contraer nuevo matrimonio con persona bautizada y en ese momento y por el hecho de contraerlo queda disuelto el anterior. El mantenimiento por la Iglesia de la indisolubilidad del vínculo y, por lo tanto, la repulsa al divorcio tiene en la historia elocuentes ejemplos, y es tal vez el más transcendental la negativa del Papa al solicitado por Enrique VIII de Inglaterra de su esposa Catalina de Aragón, motivo inmediato de la Reforma protestante.