La historia del circo romano se remonta a tiempos antiguos, con raíces que se entrelazan con las carreras de caballos griegas.
Al conquistar Grecia, los romanos se sintieron fascinados por estas competiciones, que aunque eran menos valoradas por los helenos, capturaron la atención de la plebe romana.
Así, surgieron hipódromos con una estructura específica, donde los competidores corrían alrededor de una valla central, dando paso a impresionantes anfiteatros que reflejaban la grandeza del espectáculo.
historia: el circo romano
Los orígenes del circo son tan remotos que se pierden en la noche de los tiempos. Un precedente relativamente próximo a los grandes circos romanos puede hallarse en las carreras de caballos griegas. Cuando Roma conquistó la Hélade admiró las competiciones deportivas griegas y, muy especialmente, las carreras de caballos que, por cierto, eran pruebas a las que los helenos concedían poca importancia. Los romanos aceptaron con entusiasmo el nuevo espectáculo y pronto se levantaron hipódromos al estilo griego. La pista tenía forma de paralelogramo con extremos semicirculares; se hallaba dividida longitudinalmente por una amplia valla (spina) en tomo a la cual corrían los competidores.
En principio, el recinto se hallaba cercado por una pared de madera que posteriormente se sustituyó por otra de ladrillo. Tal fue la atracción que llegó a ejercer el circo sobre la plebe que estas sencillas estructuras pronto hubieron de ser remplazadas por anfiteatros de dimensiones colosales, entre las que destacó el Circo Máximo, con capacidad para 100000 espectadores, que posteriormente se amplió hasta llegar a admitir 385000; otros circos importantes fueron el Flaminio (221 a. de J.C.), el de Gallo Heliogábalo y el Majencio (311). También Constantinopla tuvo su circo, construido por Septimio Severo y ampliado por Constantino. La principal diferencia entre los diversos circos era su tamaño, pues todos coincidían en sus características fundamentales: pista similar a la del hipódromo griego, amplia spina en el centro, adornada con descomunales estatuas, columnas u obeliscos, foso de separación lleno de agua entre la pista y los fori o graderías. Sobre la curva de la gradería se hallaba el palco del emperador, dominando a los de los sacerdotes y vestales; también disponían de palcos especiales los jueces y los patricios que costeaban las fiestas. En los fosos se situaban las jaulas de las fieras, las cárceles de los cristianos condenados y los vestuarios de gladiadores y aurigas; se accedía a la pista a través de grandes puertas (ostia).
El espectáculo.
Se iniciaba con una procesión solemne, pero bullanguera. Abrían marcha lujosas carrozas y las efigies de los dioses tutelares de la ciudad acompañadas por sacerdotes y vestales; seguía el emperador acompañado de su corte y tras él desfilaban los participantes en los juegos junto con músicos y danzarines; pasaban por último efebos y doncellas quemando perfumes y los jueces y magistrados. Cerraba el desfile la plebe, que ocupaba su lugar en el graderío a través de los vomitorios. Una vez acomodados los espectadores, el emperador o la persona por él designada daban la señal para que se iniciaran las competiciones.
En principio éstas consistieron simplemente en carreras a pie, entre las que se intercalaron más tarde ejercicios ecuestres a cargo de los desultores. Casi inmediatamente comenzaron a celebrarse carreras de carros, bigas y cuádrigas principalmente, espectáculo favorito de Roma que originaba fabulosas apuestas. Los aurigas acudían de los puntos más apartados del imperio; los caballos habían de ser tan veloces como poderosos. Para alargar el espectáculo comenzaron a incluirse en él combates simulados en los que los guerreros mostraban su habilidad, pero, desgraciadamente, tal ficción pronto cedió paso a una sangrienta realidad y aparecieron los gladiadores, luchadores profesionales reclutados entre prisioneros y delincuentes. Para que los combates no fueran «toscos» se llegaron a crear escuelas de gladiadores. A la primera, fundada por Aurelio Escauro (105 a. de J.C.), siguieron otras muchas encargadas de perfeccionar la técnica de los futuros combatientes y de enseñarlos a morir con honor y valentía. Las dos principales clases de gladiadores fueron los tracios, cuyas principales armas eran las utilizadas en Tracia: amplio casco, escudo redondo y espada corta y ancha, y los reciarios, armados con red para envolver al adversario y largo tridente. Los mirmillones luchaban con armas galas; los andábates eran excelentes jinetes, pero su casco les cubría los ojos para impedirles ver, con lo que sus torpes movimientos provocaban la hilaridad de los espectadores. Los gladiadores muertos eran arrojados al spoliarium para servir de pasto a las fieras; los vencedores recibían valiosos regalos. Un gladiador vencido podía ser rematado o indultado si el público estimaba que había luchado con habilidad y valor; los que tras tres años en la arena conservaban la vida eran indultados y alcanzaban la libertad.
Las fieras aparecieron en el circo romano muy pronto. Inicialmente se las presentaba en grandes jaulas a las que se prendía fuego. Cuando los animales, enloquecidos, buscaban la salida, eran acribillados a flechazos por arqueros. Posteriormente se generalizaron los combates entre fieras y hombres, los llamados bestiarios. La degradación de Roma alcanzó su última fase cuando comenzó a arrojar cristianos a las fieras: la plebe ya no acudía a ver competiciones deportivas o combates más o menos sangrientos, pero nobles al fin y al cabo, sino matanzas en masa. Algo mejoró la situación bajo los emperadores «tolerantes», pero lo cierto es que el circo romano continuó siendo un espectáculo degradante hasta que las hordas bárbaras arrasaron el Imperio y dieron fin con ello a las «fiestas» y a los lugares en que se celebraron.