Las últimas cruzadas marcan un periodo crucial en la historia de las cruzadas, donde la ambición de los papas, como Inocencio III y Honorio III, buscaba revitalizar la lucha por Tierra Santa.
A pesar de las promesas de líderes como Federico II, las expediciones enfrentaron desafíos significativos.
La Quinta Cruzada, liderada por reyes europeos, culminó en la ocupación de Damieta, pero no logró sus objetivos.
Este contexto refleja la complejidad y el declive de las cruzadas en el siglo XIII.
últimas cruzadas (historia de las cruzadas)
Inocencio III, al desviarse de su objetivo la Cuarta Cruzada, siguió clamando, principalmente en el Concilio de Letrán (1215), en favor de una nueva. Su sucesor, Honorio III, continuó con el mismo propósito y arrancó al joven emperador Federico II de Hohenstaufen la promesa de participar en ella. Este, sin embargo, entretuvo al Papa con repetidas dilaciones. Una expedición dirigida por el rey de Hungría, el archiduque de Austria y el rey de Chipre, considerada por algunos historiadores la Quinta Cruzada, sostuvo algunas batallas en Palestina sin mucho éxito (1217-18) y luego se dirigió hacia Egipto, donde los expedicionarios hubieron de conformarse con la ocupación de Damieta (1219), fortaleza que guardaba la desembocadura del Nilo. Después de concertar una tregua en 1221 regresaron a Europa.
Federico II, que había entrado en pugna con la Iglesia y estaba excomulgado, se avino en 1228 a cumplir su promesa y se armó cruzado. Por su matrimonio con Yolanda creía poseer derechos al trono de Jerusalén. En 1229, utilizando la diplomacia en vez de las armas, concertó con el sultán de Egipto un tratado que ponía en manos de los cristianos Jerusalén y Belén (con un corredor al mar) y garantizaba a los musulmanes el respeto a las mezquitas y la posesión de casi toda Palestina. Difíciles como eran de defender las posesiones cristianas, pronto se rompió la tregua de diez años.
San Luis IX de Francia, que hiciera voto en 1244 de organizar una nueva cruzada para aliviar esta situación insostenible, partió en 1248 y al año siguiente desembarcaba en las costas egipcias. Después de tomar Damieta avanzó tierra adentro, pero, detenido tras dura lucha en Mansura, se vio obligado a retirarse, diezmado su ejército por las enfermedades, la escasez de víveres y el acoso constante del enemigo. En la retirada cayeron prisioneros el rey y la mayor parte de su ejército. Rescatado, siguió combatiendo en Palestina, con escaso éxito, hasta 1254. En la segunda tentativa (1270) su ejército, a las puertas de Túnez, fue diezmado por la peste, de la que fue víctima el propio rey. Véase Luis IX.
Un esfuerzo realizado (1271-72) por el príncipe Eduardo de Inglaterra, el futuro Eduardo I, culminó en una tregua, de la que derivaron ciertas ventajas para los principados cristianos. Estos tenían a su favor las disensiones internas que desgarraban el mundo musulmán y las invasiones mogólicas. Terminadas éstas, se vieron pronto sometidos a los ataques de fuerzas superiores. Antioquía cayó en 1267, Latakia en 1287, Trípoli en 1289, Acre, Tiro, Sidón y las fortalezas templarías de Tortosa y Athlit en 1291. Los templarios conservaban la fortaleza isleña cercana a Tortosa hasta 1303, pero a todos los efectos Palestina siguió siendo musulmana.
El Occidente cristiano -especialmente los papas- nunca renunció a la esperanza de liberar los Santos Lugares. Tampoco escatimó el esfuerzo. Pero los monarcas europeos se hallaban demasiado entretenidos en sus propios asuntos para dedicar a la magna empresa algo más que una atención secundaria. La lucha contra el Imperio Otomano a partir del siglo xv protegió a la Cristiandad del infiel, pero no fue motivada directamente por interés alguno hacia Tierra Santa. La Reconquista española, ultimada en 1492, reviste todos los caracteres de auténtica cruzada. Como tal fue predicada también la campaña contra los albigenses, a principios del siglo xiii, en el mediodía de Francia. Véase Albigenses.